Conferencia de María O’Donnell en el Congreso Orsai: «Acerca de los libros de no ficción»

La periodista y escritora María O'Donnell explicó en profundidad cómo fue el proceso de transicionar del periodismo a la escritura de no ficción y la importancia de la rigurosidad a la hora de contar historias basadas en hechos reales.

Empecé a escribir libros para salir del vértigo del día a día. Pudo haber sido una mera coincidencia temporal, pero encuentro una relación causal entre ese tránsito y la maternidad: ocurrió meses después del nacimiento de mi segunda hija. Tenía treintaypico de años cuando me dejó de divertir la idea de volver a mi casa cerca de la medianoche. Quería estar presente a la hora de la hecatombe: la hora del baño, de la teta, de la última comida y del esfuerzo desesperado para que dos criaturas que tenían apenas un año y medio de diferencia de edad durmieran al mismo tiempo.
Venía de pasar más de una década metida en la vorágine de las redacciones. Había trabajado en Página 12, cuando Jorge Lanata todavía dirigía el diario que  era la catedral del periodismo progresista y rebelde; había viajado por el mundo persiguiendo las giras del presidente Carlos Menem, cortesía de la convertibilidad, el tiempo del espejismo en que un peso valía igual que un dólar; me había contratado La Nación y no había cumplido treinta años cuando me convertí en la primera corresponsal mujer de uno de los diarios más tradicionales del país. Pasé tres años en Washington, Estados Unidos, y volví a Buenos Aires a fines del 2001, cuando yo estaba por entrar en el octavo mes de mi primer embarazo y el país, a punto de estallar.

Tengo 53 años, soy de una generación —camada 1970— que nació con el teléfono fijo y la televisión en blanco y negro. Me formé en el oficio en un entorno machista y con la intensidad de un entrenamiento militar, en la etapa previa a la irrupción de internet. Llegué a mandar textos por fax (un aparato que era una mezcla de impresora con fotocopiadora) y escribí a máquina el primer artículo que salió publicado con mi firma, en el suplemento cultural de Página 12. El periodismo era entonces un trabajo más artesanal: no era tan fácil borrar y volver a empezar una oración y las dudas no se evacuaban con sólo googlear, había que ir a una hemeroteca o al archivo a revisar sobres de papel con recortes de diarios. Y aún así, mandaba la inmediatez.

Salía a buscar la noticia, le daba forma en pocas horas y corría contra el horario tope —el cierre— que me imponían mis editores para que entregara la cantidad de palabras que entre jefes y diseñadores le habían asignado a mi texto. Ver la nota con mi firma al día siguiente podía ser alimento para mi vanidad (siempre que le hubiera sacado alguna ventaja a mis competidores) o para la amargura (si otros medios me habían sacado ventaja a mí), pero ambas eran sensaciones igualmente efímeras. Al otro día volvía a empezar.

Podría inventar que mi tránsito de las redacciones a los libros fue impulsado por un deseo de salir de ese loop interminable, un arrebato para zafar de un destino triste. Porque sin importar la calidad de un artículo ni su impacto noticioso, los diarios —que en aquel tiempo se leían en papel— iban a parar al tacho de basura, cuando no se convertían en envoltorio de huevos o de algún otro objeto. Pero mentiría: yo no tenía esa preocupación cuando dejé el día a día.

Me ocurrió con las redacciones algo similar a la curva que va del enamoramiento al desencanto. Salí eyectada por las mismas razones que en un comienzo me resultaron atractivas. Las noches sin tiempo, la disponibilidad infinita, los viajes repentinos, el afán por las primicias, el vértigo del cierre, las charlas dilatadas frente a la máquina de café, el humo de los cigarrillos, las relaciones más horizontales que jerárquicas con los jefes: por una década, ese ambiente algo bohemio me pareció fascinante, coherente con la mirada romántica del periodismo que había definido mi vocación. Hasta que volví de Estados Unidos, nació mi primera hija y la sensación de que en la redacción pasaban cosas importantes se apagó en mí de repente.

Perdí la paciencia con mis editores de un golpe. Me asignaban temas que no me parecían interesantes y me molestaban las correcciones que introducían a mis textos sin pedir permiso o dar una explicación. Tampoco podía entender el tiempo que perdían en cuestiones que me parecían intrascendentes, me fastidiaba con las demoras innecesarias y los cambios de última hora. Me sentía rodeada de hombres sin ningún apuro por volver a sus casas, y por esa misma razón, incapaces de entender el mío: yo sólo quería llegar a tiempo para la última teta. Mi comportamiento empeoró con el nacimiento de mi segunda hija: todo lo que antes me parecía glamoroso se convirtió en un factor de irritación. Volví después de mi segunda licencia por maternidad con la convicción de que mi historia de amor con las redacciones había terminado.

Renuncié al diario —dejé la gráfica— y salté a la radio: un medio que empieza y termina en un horario fijo, toda una bendición para madres lactantes. Un salto práctico. Con el sacaleche cubría las cuatro horas que no estaba en casa.

No ficción

La búsqueda de una rutina laboral más compatible con la maternidad me regaló algo inesperado. Encontré, de manera completamente accidental, un hueco en mi rutina para contar historias con bastante más dedicación y tiempo al que me consumía un artículo de diario.

Había estudiado la carrera de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, probablemente por herencia familiar. Mi papá, Guillermo O’ Donnell, fue uno de los fundadores de esa disciplina en la Argentina. Sus textos son de lectura obligada acá y en el mundo y el día de su muerte es el día del politólogo en nuestro país, un recordatorio que cada 29 de noviembre se torna agridulce para mí. Seguí su huella cuando tuve que elegir una carrera que me diera una base en mi formación, pero nunca me tentó la vida en la academia. Me exasperan sus tiempos aletargados. Del periodismo me atrajo en un comienzo su rutina frenética, hasta que en la escritura de libros de “no ficción” encontré un ritmo intermedio, placentero.

Su denominación de origen un poco los devalúa: se definen por aquello que no son. Son libros que no son de literatura, como si tuvieran un estatus inferior (en inglés suena un poco mejor: non fiction). La ficción se lleva la cuota más grande de prestigio en el mundo editorial. Los libros de no ficción son plebeyos, rara vez alcanzan una consideración equivalente a la de una buena novela y sólo ocurre con autores que también son capaces de demostrar todo su talento al narrar historias puramente inventadas. Pienso en dos clásicos del género, A sangre fría de Truman Capote y Operación Masacre de Rodolfo Walsh.

Cierto desprestigio es justificado. El mundo editorial sigue siendo binario —sólo contempla dos grandes categorías, ficción y no ficción—, y en la segunda caben demasiadas cosas. Para empezar, los llamados fast books, libros rápidos, que se escriben y se leen (si se leen) a toda velocidad. Contiene a autores que dan consejos con cierto (o ningún) basamento científico para mejorar la mente o el cuerpo y a los que apelan a la autoayuda sin pudor. También abarca géneros diversos: ensayos, biografías, libros de humor, de historia y rejuntes de artículos ya publicados. Los libros basados en hechos reales que escribimos los periodistas se alojan ahí.

Pero el término «no ficción» adquiere para nosotros un sentido específico: los autores no debemos, no podemos, caer en la tentación de adornar o llenar huecos del relato con datos inventados. Rige para el libro el mismo pacto de aproximación a la verdad —una «verdad» que nunca deja de ser subjetiva— que en el periodismo. Imaginar es un privilegio reservado a quienes escriben literatura.

Contar historias basadas en hechos reales exige un método riguroso de trabajo. Es como armar un rompecabezas de más de mil piezas: la preparación previa es tan importante como la ejecución. Hay que acopiar información de fuentes variadas, juntar todos los datos, aún los que puedan parecer insignificantes; hay que perseguir cada pista y agotar la bibliografía del tema y de la época; hay que hurgar en expedientes, revolver archivos; hay que hablar con testigos, desgrabar las entrevistas y consultar expertos; hay que empaparse del tema con obsesión, hasta el agobio.

Una vez que todo ese material está ordenado con algún criterio útil para el proceso de escritura hay que pensar la estructura del texto, probar el tono, dar inicio a la tarea de narrar, de escribir y reescribir. Una etapa sedentaria que exige horas culo (perdón, pero es la unidad de medida más gráfica que encuentro) frente a la computadora. El tramo final es una experiencia inmersiva, un período en el que las tareas de la vida cotidiana no son más que una interrupción en el proceso del bordado final.

Un encargo

Mi primera incursión en el género nació de un encargo de Tomás Eloy Martínez, un periodista y escritor extraordinario que fue mi jefe en el suplemento de cultura del diario Página 12. También me había dado mi primer trabajo, que me exigió más estado físico que cualquier otra cualidad. Recorría una vez por semana a pie un largo tramo de la avenida Corrientes. Partía de la intersección con Callao en dirección al Obelisco, doblaba en la peatonal Florida y seguía hasta el final para desembocar en avenida Belgrano, a pasos de la redacción. A lo largo del trayecto frenaba en un puñado de librerías y consultaba con los vendedores el ranking de ventas de la semana (diez títulos en total: cinco de ficción y cinco no ficción). En el diario sacaba un promedio y armaba mi propio ranking. Un encargo a la medida de mi experiencia: me estaba por recibir de politóloga y no había publicado nunca un artículo en ningún lado.

Pero había leído casi todos los libros de mi nuevo jefe y algunos no encajaban bien en ninguna de las dos categorías. Tanto en La novela de Perón (1985) como en Santa Evita (que iba a publicar en 1995) Tomás Eloy ficcionó la realidad de sucesos históricos: un género híbrido que años más tarde el escritor español Javier Cercas catalogó como «novelas de no ficción». Con ese ejercicio, de uso más frecuente en el cine que en la literatura, provocaba un desconcierto que le divertía. Disfrutaba la curiosidad que despertaba entre sus lectores saber qué porcentaje de aquello que contaba —el periplo insólito del cadáver robado de Eva Perón o de las brujerías de José López Rega para transferir a María Estela Martínez el carisma de la esposa anterior del general Juan Domingo Perón— realmente había ocurrido.

También supo ser más estricto. La pasión según Trelew (1973), su primer libro, perdura en el tiempo como un clásico de no ficción. Cumple con todas las normas del género y se ubica en la tradición de Operación Masacre: una investigación periodística clásica de un hecho que el poder de turno pretendió esconder, basada en el testimonio de sobrevivientes de una ejecución clandestina y escrita con máxima calidad. Una obra que nació de un despido.

Tomas Eloy dirigía la revista Panorama cuando le tocó editar, en agosto de 1972, una tapa sobre la reacción del régimen del general Agustín Lanusse a una fuga de presos de la cárcel de Trelew, en la provincia de Chubut. En ese penal de la Patagonia se encontraban detenidos los jefes de las principales organizaciones guerrilleras de la época, junto con otro centenar de militantes políticos. Planearon escapar todos juntos, pero tan sólo seis llegaron a ejecutar el plan completo. Llegaron a tiempo al aeropuerto local para secuestrar un avión comercial y desviar su curso en dirección a Santiago de Chile algunos de los presos más notorios: Fernando Vaca Narvaja de Montoneros, Mario Santucho del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Roberto Quieto de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), entre ellos. Pensaron que en Chile les darían asilo por afinidad con sus ideas de izquierda, pero el presidente socialista Salvador Allende los iba a mandar a la Cuba de Fidel Castro para no sumar otro factor de tensión con los militares.

Otros diecinueve presos quedaron atrapados en un limbo: en el aeropuerto y sin ninguna vía de escape. Funcionarios del gobierno de Lanusse les prometieron que, si se rendían sin resistir, no sufrirían represalias. Se entregaron, pero jamás volvieron a la cárcel de Trelew: los fusilaron en una base naval, en una ejecución de la que iban a quedar tres sobrevivientes.

En el último texto que alcanzó a publicar en la revista Panorama Tomás Eloy alertó: «Un Estado que tiene fe en la eficacia de la justicia no puede responder al terror con el terror. Cuando un Estado elige el lenguaje del terror, destruye todo lo que le da fundamento —instituciones, valores, proyectos de futuro— e impregna de incertidumbre la vida de los ciudadanos. La sangre de los prisioneros de Trelew podría cerrar el camino hacia la democracia que el gobierno ha prometido».

Una premonición lúcida a partir de un hecho que pasó a la historia como «la masacre de Trelew». Faltaba poco para que Lanusse levantara la proscripción del peronismo, para el triunfo de Héctor Cámpora, para el regreso de Perón al país después de casi dos décadas en el exilio, para su muerte en ejercicio de la tercera presidencia y para que Isabel Perón heredara el poder. No faltaba tanto para el golpe del 24 de marzo de 1976.

La advertencia molestó a los jefes militares y le costó a Tomás Eloy el trabajo. Más intrigado que antes, usó el dinero de la indemnización para viajar a Trelew. En el terreno descubrió y documentó una rebelión de ese pueblo patagónico contra la versión mentirosa de los militares, que habían atribuido la muerte de los dieciséis presos a un segundo intento de fuga. El libro reconstruyó aquella reacción que había sido silenciada y sepultó el relato oficial.

Aplicó un método clásico: tiró de un hilo suelto — en el caso de La pasión según Trelew, del relato los sobrevivientes— que tiene cualquier historia. Sólo hay que saber —y querer— encontrarlo.

El aparato

La propuesta de Tomás Eloy para mi primer libro me llegó post crisis del que-se-vayan-todos del año 2001. Me invitó a escribir sobre el peronismo para una colección de no ficción que dirigía en la editorial Aguilar. Se venían las elecciones presidenciales del 2003, iban a competir en la primera vuelta electoral tres candidatos peronistas, Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Sáa y  Néstor Kirchner. Los tres le habían ofrecido la vicepresidencia a la misma persona: Alberto Balestrini, entonces intendente del municipio más poblado del país, La Matanza. La coincidencia (aunque el elegido de Kirchner resultó Daniel Scioli) me había parecido una demostración fabulosa del poder del llamado «aparato» del peronismo en la provincia de Buenos Aires, que concentra el 37 por ciento del electorado nacional.

Pero al mismo tiempo sentía que bajo esa denominación escondía toda mi ignorancia de aquello que pretendía ofrecer como explicación. ¿Qué era «el aparato» concretamente?; ¿Dónde residía su poder?; ¿Cómo funcionaba?. Arrastraba esas preguntas desde mi paso por la redacción de La Nación. En mi último tiempo en el diario me habían invadido las ganas de indagar en ese territorio, pero mi curiosidad coincidió con el momento de mayor fricción con mis jefes. Ellos se molestaban conmigo cada vez que pedía un remise para visitar algún municipio del cinturón que rodea a la ciudad de Buenos Aires, cada vez que me ausentaba casi todo el día de la redacción, cada vez que me perdían el rastro. Mi ausencia implicaba que no iba a cooperar con la edición del día siguiente del diario. Faltaban casi dos décadas para que la pandemia impusiera modos más híbridos de trabajo y la presencialidad era la única forma aceptada de demostrar productividad.

La propuesta de Tomás Eloy reactivó mis ganas de avanzar con esa línea de investigación. Le conté que quería escribir sobre los intendentes del conurbano, le dije que me parecían la base más sólida del peronismo en un momento del país especialmente líquido. Le hablé de un personaje que me había intrigado especialmente: Mario Ishii, el intendente de José C. Paz, un descendiente de japoneses que usaba poncho todo el año. Un personaje que gobernaba con ínfulas de emperador un municipio tan pobre e inverosímil que merecía ser una invención trágica del realismo mágico. Hogar para muchos migrantes de la provincia de Santiago del Estero, José C. Paz había nacido en 1994 como el municipio menos favorecido de la partición en tres de General Sarmiento: tenía pocas calles asfaltadas, ningún supermercado y sus oficinas públicas funcionaban en edificios alquilados.

Cuando le hablé de Ishii, Tomás Eloy me sugirió que escribiera un libro de crónicas del conurbano. Me sonó del todo razonable para mi objetivo: las crónicas miran y cuentan historias desde los márgenes. La escritora Leila Guerriero dice que «es, por definición, un género que se ocupa de las periferias» y Martín Caparrós, otro de sus cultores exquisitos, dice que se ocupa de «aquello que no solemos considerar como información». Pone el foco y se detiene en personajes que suelen ser ignorados por las noticias de alcance nacional. Exige además un texto de tinte más literario (sin caer en la ficción toma prestadas sus herramientas para narrar) pero yo me metí en el conurbano sin esas pretensiones.

La crónica me ayudó a solucionar un problema que me planteaba la estructura del libro. No sabía cómo describir un territorio tan amplio, tan vasto y tan diverso a partir de historias con asiento en distintos municipios, y sin conexión aparente entre sí. El género me permitió escribir una sucesión de textos independientes y que al mismo tiempo dieran una visión panorámica del conjunto. Me propuse desmenuzar al aparato —mi objeto de estudio— en pequeñas piezas, desmontar el mecanismo para entender cómo funciona y comprender su poder territorial y resiliencia.

Empecé con el acopio de información. Revisé archivos de diarios, libros y estudios académicos, con un resultado frustrante: pese a que es el conglomerado urbano de mayor densidad del país —ocupa el dos por ciento del territorio y concentra casi el 70 por ciento de la población de la provincia de Buenos Aires—, no encontré casi bibliografía que me ayudara a definir las fronteras del conurbano ni a estudiar su morfología. Me tuve que largar a recorrer el terreno bastante a ciegas.

El anillo de municipios que rodea a la ciudad de Buenos Aires es una zona en permanente movimiento y en constante expansión. En el relevamiento de ese mapa impreciso, detecté ciertos municipios que no podían faltar en mi libro de crónicas. La Matanza, por ser el más poblado; José C. Paz, por ser el más pobre (junto con Florencio Varela); Vicente López o San Isidro, uno de los dos de la zona norte, los más ricos y los únicos gobernados por intendentes radicales (entonces no existía el PRO). Equilibré la geografía con uno del sur (Quilmes) y otro del oeste (Merlo) y superpuse un criterio más para mi selección: iba a anclar las historias en un lugar específico, pero quería hablar de ciertos problemas que me parecían comunes a casi todos.

Quería abordar el impacto social de la irrupción de los «bingos» —el nombre inocente con el que el gobernador Eduardo Duhalde habilitó los tragamonedas y el juego a gran escala— y al menos otras dos fuentes de financiamiento irregular de la política: los contratos de recolección de basura y las excepciones al código de planeamiento urbano. Quería hablar de los Consejos Escolares, un cuerpo colegiado desconocido, aunque se elige por voto popular junto con el resto de las autoridades locales, con un rol opaco y relevante al mismo tiempo: manejan el presupuesto de refacción de escuelas con muy poco escrutinio público. Quería contar cuán difícil es llegar a tener representación en el Concejo Deliberante por fuera de los grandes partidos: el sistema electoral de la provincia de Buenos Aires exige pisos mínimos de votación para obtener bancas, y a diferencia del sistema proporcional, ignora las minorías. Quería escribir sobre los mandatos eternos de los intendentes, que entonces podían reelegir a perpetuidad, y quería denunciar cuán difícil es ejercer el periodismo para los medios locales, tan dependientes de la pauta del municipio.

Publiqué El Aparato, los intendentes del conurbano y las cajas negras de la política en el año 2005, cuando mi hija mayor tenía tres años y la menor, uno y medio. No tuve conciencia entonces, pero en retrospectiva lo pienso como un pequeño acto de independencia: descubrí que podía prescindir de mis jefes para escribir y que podía hacerlo con propios mis tiempos.

Para mi segundo libro recurrí otra vez al formato crónica, pero con una temática más anclada en la coyuntura, más ligada a la tradición del periodismo tipo «denuncia». Un subgénero que me dejó de atraer con el paso del tiempo: debería ser el más cuidadoso de todos con el ideal de la búsqueda de la verdad y se practica con demasiadas licencias a la ficción y con poco cuidado por el texto. Pero en aquel tiempo me motivaba tanto que me zambullí en planillas, números y nombres de sociedades inventadas para esconder nombres propios. Aprendí a usar Excel y a bucear en el archivo del Boletín Oficial para investigar los usos y abusos de la publicidad oficial.

Durante el gobierno de Néstor Kirchner, el gobernador de Santa Cruz que llegó al poder en 2003 con el peso del territorio de la provincia de Buenos Aires que Duhalde volcó a su favor, se empezó a discutir en público un asunto que había sido tabú hasta ese momento: los ingresos de los medios de comunicación a través de la pauta de los gobiernos y la injerencia de ese dinero en sus contenidos. Al mismo tiempo, el presupuesto de publicidad oficial pegó un salto cualitativo y el reparto favoreció de manera desproporcionada (en relación al alcance de su audiencia) a medios afines al Gobierno. Y en simultáneo, el kirchnerismo impulsó desde los medios del Estado un debate que horadó la idea de la supuesta «objetividad» de los privados. Expuso motivaciones económicas de dueños de medios y puso en duda la integridad y la honestidad intelectual de sus críticos.

Empezábamos a transitar, todavía a tientas, los albores de la polarización, que con las redes sociales se iba a potenciar al infinito. El debate sobre los medios en los medios instaló un estado de sospecha generalizada y solidificó el sesgo de autoconfirmación (la necesidad de consumir sólo la «información» que corrobora nuestras creencias preestablecidas), justo cuando el tono del debate público se agrietaba. Las audiencias se transformaron en hinchadas, en colectivos incapaces de reconocer las faltas propias y muy exagerados a la hora de evaluar las del equipo rival.

Publiqué Propaganda K, una maquinaria de promoción con el dinero del Estado en 2007, un año antes del conflicto con el campo que dividió al país y al ecosistema de medios. Mezcla de crónicas con artículos, el libro fue un intento por profundizar debates que asomaban al público masivo, sin esquivar otros tabúes: la proliferación de avisos disfrazados de noticias, las entrevistas compradas y el soborno a periodistas. Todos temas incómodos.

No fue un suceso de ventas, pero experimenté otra ventaja de los libros periodísticos de no ficción: además de visitar los márgenes permiten abordar temas que los grandes medios eluden. Las editoriales no viven de la publicidad. Su negocio está en la diversidad y pluralidad de títulos que publican y ningún lector exige a un sello, como le exige a un medio, una ideología coherente.

Un volantazo

Cada vez que llega la etapa de las horas culo me juro a mí misma que es el último libro que escribo, y sin embargo, me lancé a un tercero. Partí con la idea de elaborar un manual que explicara de manera sencilla la influencia del dinero en la política, que diera cuenta del impacto que tiene en el diseño (o ausencia de) ciertas leyes del Congreso o decisiones del Ejecutivo. Una idea inspirada en un formato de libros de no ficción que es muy popular, y muy poco prestigioso, en los Estados Unidos: la saga de libros for dummies (la traducción sería para gente torpe, tonta o ignorante). La precuela de los tutoriales de Youtube: una explicación sencilla y didáctica de un tema X para alguien que no sabe absolutamente nada de X.

A través de ejemplos concretos iba demostrar cómo la plata que exige una campaña corroe a un gobierno. Empecé por un caso que siempre me había intrigado: dos millones de dólares que Carlos Menem recibió camino a la presidencia, en el año 1989. Un aporte de la cúpula ya disuelta de Montoneros, la guerrilla peronista que se había desactivado como tal con la vuelta a la democracia. Que se hizo efectivo cuando todavía se encontraba preso Mario Firmenich, el jefe montonero, y también estaban encarcelados los integrantes de la juntas militares que habían sido juzgados en 1985 por el terrorismo de Estado. Los ex guerrilleros apostaron por el candidato que prometía la «pacificación nacional», un slogan para endulzar al oído el perdón que vendría con el indulto. Una apuesta razonable para recuperar la libertad, pero mi curiosidad fue en otra dirección.

—¿De dónde sacaron tanta plata?— le pregunté a uno de mis primeros entrevistados.

No podía imaginar el efecto que su respuesta provocaría en mis planes. Él me observó, hizo una pausa, y con tono de elemental-mi-querido-Watson dijo:

—Del secuestro de los hermanos Born.

Aunque me habló con suficiencia, me tragué mi orgullo y desplegué sin pudor toda mi ignorancia sobre el caso. Lo acosé con preguntas hasta que soltó los datos centrales: en septiembre de 1974, poco después de la muerte de Juan Domingo Perón, Montoneros secuestró a Jorge y Juan Born, dos ricos herederos de un emporio económico, para financiar el regreso a la clandestinidad y otro salto a la lucha armada; los mantuvieron encerrados en una cárcel del pueblo en la zona norte del conurbano, nueve meses a Jorge, el mayor, y seis a Juan, el más chico, que sufrió un colapso emocional. Fueron liberados a cambio del pago de sesenta millones de dólares: el botín más elevado de la historia. Parte de la plata fue a parar a la Cuba de Castro, junto con la cúpula de Montoneros, que partió al exilio después del golpe militar de 1976. El manual para dummies murió en el ascensor.

Salí de la oficina del ex montonero, caminé unos pasos por una de esas calles desoladas de Puerto Madero y me propuse escribir sobre el secuestro de los Born. Empezó mi búsqueda. En los archivos de diarios de la época no encontré casi nada: a mediados de la década del ‘70 estaba prohibido informar sobre actos de los grupos armados. Me salvó un expediente judicial.

Al reinaugurar la democracia, el presidente Raúl Alfonsín había pedido la extradición de Firmenich, que entonces residía en Brasil, y la concedieron con tantas restricciones que sólo pudieron atribuirle la autoría de un crimen posterior al indulto de Cámpora y anterior a la dictadura: el secuestro de los hermanos Jorge y Juan Born, sumado al doble homicidio de dos personas que los acompañaban en el auto el día de la emboscada, el chofer y un directivo de la empresa.

Los informes policiales y los expedientes, plagados de palabras espantosas —el occiso, el masculino— , de oraciones interminables, barrocas, con infinidad de subordinadas, tienen mucho material para decantar. De un expediente desmalezado surgen datos precisos, detalles, que permiten reconstruir escenas con un alto grado de precisión. Con un buen filtro, el lenguaje judicial es una materia prima muy útil para transformar un hecho policial en una crónica.

Un juzgado federal con sede en Comodoro Py —esa mole gris y desangelada que se ubica detrás de la estación de micros de Retiro— con muy poco espacio libre para acomodar a sus empleados e incontables expedientes de papel me reservó un rincón para que yo pudiera consultar el que a mí me interesaba. Tenía que llevar papelitos amarillos para marcar las páginas que estaba autorizada a fotocopiar en el único local del edificio al que iban a parar todo los abogados que necesitaban copias de algún incidente (sólo la pandemia logró darle impulso a la digitalización del Poder Judicial). Los primeros días me sentí un estorbo, pero muy pronto se olvidaron de mí.

Mientras me sumergía en el relato judicial, empecé a devorar libros sobre Montoneros y los años ‘70, una pulsión que todavía no me abandona. Las publicaciones militantes me cautivaron. Para comunicar sus acciones y romper la censura del gobierno de Isabel Perón, la guerrilla editó a lo largo de casi dos años la revista Evita Montonera, que salía de imprentas clandestinas y circulaba de mano en mano con una frecuencia mensual. Una fuente relevante y fácil de consultar: la colección completa está disponible online en una web de nombre juguetón, eltopoblindado.com.

Acumulé mucho material, pero me faltaba dar con algún protagonista: necesitaba una voz para empujar el pulso de la historia. Firmenich estaba fuera de mi alcance, vivía en España y no atendía a periodistas. Jorge Born iba a cumplir 80 años de edad y más de 40 sin hablar en público del hecho más traumático de su vida. Había persistido tantos años en el silencio que ya nadie intentaba que lo rompiera. Probé igual, y no pude pasar de la secretaria. Hasta que tuve una suerte de epifanía.

Trabajaba en un canal de noticias por internet del portal Infobae, un primer ensayo de la mudanza de los canales de televisión al streaming, cuando Daniel Hadad me convocó a su despacho en otro piso. Iban a rediseñar el proyecto, me anunció, de tal manera que ya no iban a emitir en el horario que yo cubría. Recordé en ese instante que Hadad tenía una amistad con Jorge el Corcho Rodríguez y que el Corcho, un lobbista seductor que fue pareja de Susana Giménez, tenía amistad con Jorge Born. Mientras me despedía de mi trabajo, sentí que era el momento ideal para hablarle de mi proyecto personal, al que por razones obvias iba a poder dedicarle más tiempo.

Me mandó a ver a Rodríguez. El Corcho me invitó a almorzar en su oficina, un piso alto de una torre en Retiro con vista al río y una cocinera que tendió una mesa en el escritorio y sirvió ahí mismo un pollo con ensalada. Llamó a la secretaria de Born (descubrí que se llamaba Marta) y le habló de mí. Marta atendió mi siguiente llamado y me citó un miércoles a las diez de la mañana en una oficina bastante más discreta, ubicada en la misma zona, frente a la Plaza San Martín.

Mis primeros encuentros con Born fueron una conversación sin rumbo específico. Hablamos de generalidades, de la empresa, del país. No le dije de entrada que mi deseo era escribir sobre el secuestro, pero con el correr de las semanas debió sospechar que por alguna razón le pedía volver cada miércoles. Cuando supo de mi proyecto de libro y la charla empezó a girar alrededor del cautiverio, quedamos, como única condición, que yo le daría a leer una desgrabación de su testimonio, por si quería introducir alguna corrección o cambio. No me pidió revisar el texto del libro ni yo se lo ofrecí.

Las entrevistas con Born fueron los pilares del libro. Acomodé los sucesos que había narrado en orden cronológico —el inicio de la compañía, su abuelo, sus padres, su educación, el secuestro, la liberación, el exilio, temas que habían aparecido de manera desordenada a medida que fluían sus recuerdos—, sumé otros testimonios y el material que le daría el contexto. Así construí un primer esqueleto.

Como tenía un final conocido, pensé en iniciar el relato con la conferencia de prensa en la que Firmenich anunció el cobro del rescate y la liberación de los Born, para después ir hacia atrás en la historia. Probé, y no funcionó: me enredaba la narración. Tuve que empezar de manera clásica, con la secuencia de la emboscada, pero narrada en tiempo presente, para darle más vértigo al arranque. Escribí una primera versión, la imprimí, la leí durante mis vacaciones y me pareció demasiado densa. Decidí subdividir la mayoría de los capítulos para agilizar la lectura. Prueba y error; más horas frente a la computadora. Por primera vez le dediqué al texto la misma obsesión que a la recolección de datos. Me metí en un camino tortuoso que hubiera sido incapaz de transitar sin la guía de mi editora, Gabriela Esquivada. Su trabajo mejora cualquier texto que cae en sus manos.

Born salió en 2015 con un largo subtítulo (9 meses en las entrañas de Montoneros/60 millones que corrompieron a la política/40 años del secuestro más caro de la historia) y fue mi primer best-seller, el que me convirtió en autora (no confundir con escritora: título reservado a quienes escriben ficción). Permaneció semanas y semanas en el ranking de los más vendidos, el listado que yo hacía en Página 12 a base de caminatas. Lamenté no compartir esa alegría con mi viejo, ni tampoco con Tomás Eloy; los dos habían muerto de un cáncer de cerebro.

Una condena

Indagar en la historia de Montoneros se me impuso primero como una obligación, lo tuve que hacer para escribir sobre el secuestro de los hermanos Born; pero en ese proceso surgió en mí una curiosidad que perduró más allá de aquel libro, aún cuando no existía (en apariencia) tanto misterio alrededor del origen de la guerrilla peronista.

En el año 1970, un grupo de ignotos y muy jóvenes guerrilleros decidió vengar de un solo golpe la historia. Secuestró a Pedro Eugenio Aramburu, el militar que quince años antes había liderado la llamada Revolución Libertadora que interrumpió el segundo mandato de Perón, que lo mandó al exilio, que le prohibió a él y a su partido participar en elecciones y a los medios, mencionar su nombre. Que intentó erradicar al peronismo de raíz y se ensañó con sus muertos: robó el cadáver embalsamado de Eva de la sede de la Central General de Trabajadores (CGT) y lo ocultó en Italia bajo otro nombre. Para su acto fundacional, los Montoneros llevaron al general —ya retirado, aunque seguía siendo un símbolo de aquella persecución—  a una quinta en Timote, provincia de Buenos Aires, lo sometieron a un juicio revolucionario y lo ejecutaron en un sótano.

Los verdugos de Aramburu murieron casi todos a los pocos meses del suceso que les dio notoriedad nacional. Cayó el cordobés Emilio Maza y enseguida, Fernando Abal Medina, el primer jefe montonero, señalado por sus compañeros como el ejecutor del tiro que mató a Aramburu, y detrás de ellos Carlos Ramus, cuya familia era propietaria de la quinta en Timote. Todos en enfrentamientos con la policía. Del crimen que sacudió al país no quedó más que un testimonio de primera mano: el que Firmenich brindó junto a Norma Arrostito cuatro años más tarde para otra publicación clandestina de Montoneros, El Descamisado. Cuando Arrostito fue secuestrada y desaparecida por la dictadura militar, Firmenich pasó a ser el único testigo conocido.

¿Hubo alguien más en la quinta?. Arranqué la investigación con esa duda, creyendo que podría aportar alguna certeza. Seguí mi método habitual. Busqué el expediente judicial del crimen, que se encontraba en el archivo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el subsuelo del Palacio de Tribunales, frente a Plaza Lavalle. Conseguí un permiso para tomar fotos con mi celular y ya no tuve que apelar a la fotocopiadora. Leí sobre internas de las Fuerzas Armadas, sobre la pelea de Aramburu con Juan Carlos Onganía (el militar que gobernaba cuando lo secuestraron); indagué en teorías conspirativas y me sumergí en nuevos textos sobre Montoneros y la resistencia peronista; entrevisté al hijo de Aramburu en extenso; trabé relación con José Ignacio Vélez, uno de los guerrilleros que participó del secuestro de Aramburu, aunque no estuvo en la escena del crimen; y busqué otra vez a Firmenich.

Contacté a su esposa, María Martínez Aguero, la Negrita. Ella se mostró dispuesta a ayudarme y compartió conmigo información útil para reconstruir la época y la historia de su familia. Me contó que conoció y se enamoró de Firmenich poco después del crimen de Aramburu, que ella recién se iniciaba en la guerrilla cuando le tocó la misión de esconder al máximo jefe guerrillero en una casa operativa que alquiló para él en su provincia natal, Córdoba. Después de una sucesión de encuentros que se producían cuando ella venía a Buenos Aires, La Negrita me alentó a concretar un viaje a las afueras de Barcelona, donde residía con su marido, pero no asumió ningún compromiso sobre cuál podía ser la reacción de Firmenich. Viajé igual.

Un primer intento fallido consumió casi todas mis ilusiones, y sin embargo, organizamos una cita de a tres en un restaurante frente al mar, a la hora del almuerzo. Llegué con un dilema en mi cabeza. No sabía si era la última vez que lo vería (y entonces me convenía quemar las naves), o si era mejor estrategia guardar las preguntas que pudieran generar mayor tensión para un futuro. Opté por un camino intermedio. No llegué a preguntarle si había alguien más en la quinta de la familia Ramus que él no hubiese mencionado antes, prioricé otra duda otra relevante que minaba la credibilidad de su palabra.

Su relato en El Descamisado aparentaba tener un punto débil: ¿Cómo era posible que el general Aramburu hubiese dicho «proceda» —la reacción valiente que el propio Firmenich le atribuyó al general en el instante previo a su ejecución— si tenía un pañuelo metido en la boca y la boca vendada para que no gritara?. Estábamos solos en un café, al que nos trasladamos después del almuerzo; La Negrita se había ausentado para regalarme unos minutos a solas con él. Firmenich no me respondió de inmediato. Dobló en cuatro la servilleta de tela bordó que tenía sobre la mesa, se la metió en la boca y moduló, con dificultad, pero de manera inteligible: PRO-CE-DA.

Nunca más me recibió.

El libro del libro

El escritor mexicano Juan Villoro sostiene que un periodista puede utilizar  las mismas herramientas y trucos literarios de un escritor, pero en sus movimientos debe respetar una restricción fundamental: está obligado a ser fiel a la realidad. La suya no es una definición para tomar a la ligera: es una declaración de principios. Y cuando Firmenich me cerró la puerta, entendí que esa obligación no debía convertirse en un impedimento.

Decidí que iba a explicitar todos mis dudas, que iba a compartir las versiones contrapuestas y a explicar el límite de mis certezas. Sentí que la historia igual valía la pena, por la gran incomodidad que el crimen de Aramburu aún genera entre quienes le encuentran justificación (y lo llaman «ajusticiamiento») y quienes lo condenan (y hablan de un «asesinato» sin eufemismos). Aramburu, un crimen que dividió al país salió en abril de 2020, justo cuando se iniciaba el largo encierro de la cuarentena anti-Covid, y las librerías de cadena se encontraban cerradas. Encontró el cauce para llegar a los lectores a través de los libreros independientes, que le encontraron la vuelta al sumar el delivery sus recomendaciones.

A veces los libros, este tipo de libros, encuentran nuevas respuestas una vez que ya fueron publicados. Me pasó con Born. Una vez editado recibí un mensaje que me provocó ilusión y pánico: el hijo de uno de los negociadores del lado de la empresa me contactó por Facebook. Me contó que su padre había guardado más de 360 páginas con la desgrabación de las conversaciones telefónicas del ida y vuelta que condujo a la liberación de los hermanos al cabo de nueve meses. Oro puro.

Miedo me dio pensar que no iban a encajar bien en mi texto ya publicado, pero afortunadamente se correspondían bastante bien: no detecté grandes inconsistencias. Al alivio le siguió el pánico que me atacó cuando concluí que la primera versión había quedado obsoleta: tarde o temprano iba a tener que volver a contar esa misma historia.

Tuve una vuelta atrás poco habitual en el mundo editorial y no del todo razonable en su rendimiento económico. Las «versiones definitivas» tienen bien ganada la fama de ser chantunas: suelen ser excusas para publicar el mismo título con un prólogo nuevo o algún otro retoque menor. Pero juro que mi recaída fue total.

Reescribí de punta a punta, me valí de lo que había aprendido sobre Montoneros con Aramburu, borré, agregué, sumé más entrevistas, aparecieron nuevos personajes, hice el proceso de inmersión y le dediqué todas las horas culo que sentí que necesitaba para adquirir su mejor versión. El nuevo libro que nació del viejo se acaba de publicar con el título, Born y Quieto, la  negociación secreta entre el magnate y el montonero. Es el quinto de mi saga personal.

Y sigo sin la ambición de escribir ficción. Y a esta altura creo que nunca voy a caer en esa tentación: estoy convencida de que escribiría textos de pésima calidad. En el rubro de la no ficción soy feliz. Me contiene. Confío en mi método, me lleva por un camino que siento seguro. Es como correr una maratón: si entreno lo suficiente, alcanzo la meta (y ya corrí una). Lo único malo es que siempre me topo con una nueva historia que me hace olvidar la promesa que me hago a mí misma cada vez que termino un libro, la de no escribir nunca más. Debo estar metida en otro loop interminable.

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