En esta charla me propongo discutir algunos problemas y estrategias a tener en cuenta para el principio de una narración, ya sea de un cuento o de una novela, y mostrar una selección de ejemplos que permita tanto reconocer la variedad de posibilidades como despertar quizá el interés de los estudiantes para el desafío de escribir sus propias historias. Comentaré finalmente un ejercicio de escritura que doy en talleres y en la Maestría de Escritura Creativa para ayudarlos con la siempre difícil primera página.
El texto que sigue forma parte de un libro en preparación que se llamará Once tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción. Cada tesis discute un aspecto de la escritura de ficción desde cierta perspectiva que corresponde a lo que yo postulo o prefiero, pero a la vez, en cada caso, trato de «dar vuelta el tablero» y contemplar también las razones opuestas, y los ejemplos legítimos que pueden contraponerse. Una de estas tesis trata, justamente, sobre el principio. Leeré primero la tesis y luego la fundamentación.
«El principio es más de la mitad del todo» (Aristóteles) y determina «los paradigmas narrativos en cuya cárcel se moverá el autor» (Héctor Libertella).
En el principio se juegan una cantidad de elecciones decisivas para la narración: el punto de vista, el tono, el momento de inicio, la vividez y verosimilitud de la situación y los personajes, el registro del lenguaje, la gracia o desgracia de la escritura. Pero sobre todo se juega algo que podríamos llamar «autoridad narrativa».
El principio debe tener ya un elemento de originalidad, un llamado de atención, algo que sobresalga, aunque sea de una manera sutil y silenciosa.
La frase completa de Aristóteles dice: «Parece que, en efecto, el principio es más de la mitad del todo, y que por él se aclaran muchas de las cosas que se buscan.» Esto resulta particularmente cierto en la escritura de ficción: el principio es más de la mitad del todo, y sin duda a partir de él «se aclaran muchas de las cosas que se buscan». En el principio tenemos ya que darnos el tono, el punto de vista, el momento de inicio, el registro del lenguaje, la altura inicial de la escritura, etc. Pero por sobre todo esto se pone a prueba también algo que a falta de palabra mejor llamaré autoridad narrativa o maestría. El principio no puede pasar indiferente: debe tener ya un elemento de originalidad, de extrañeza, de vividez, un llamado de atención, algo que sobresalga, aunque sea de una manera sutil y silenciosa.
Sobre la segunda parte de la frase de Aristóteles, («por él se aclaran muchas de las cosas que se buscan»), ya en el principio hay un germen del resto del relato: la narrativa es una maquinaria que se pone en marcha y que genera una cantidad extra e impensada de sentidos, contextos y asociaciones más allá de lo que se escribe. Al fijar ciertas decisiones narrativas en el comienzo, quedan cerradas hacia delante algunas posibilidades y empiezan a vislumbrarse otras. Las ideas iniciales, que podían parecernos todas maravillosas, revelan de a poco su potencialidad cierta: algunas ya no pueden sostenerse, otras preferimos dejarlas de lado, y unas pocas «empiezan a aclararse» a medida que avanzamos. Se dirime algo así como una lucha de posibilidades en el árbol de bifurcaciones de las opciones narrativas. En todos estos delicados balances de opciones hay por detrás cierta lógica ficcional (que no es, por supuesto, el fragmento binario de la lógica matemática) pero que nos alumbra desde el fondo de miles de libros, y de la propia práctica de prueba y error en intentos anteriores. Y bien, entre esos sentidos quizá «imprevistos» que genera el texto para el lector está el de revelar cuál es la sabiduría o torpeza, la autoridad narrativa, los quilates del escritor por detrás. Algo de la seducción del texto, de la confianza narrativa que nos inspire el autor para embarcarnos en su historia, se decide también en el principio. Del mismo modo que al ver unas pocas escenas de una película uno puede calarla, y sabe instantáneamente si vale la pena seguir adelante, lo mismo ocurre con las novelas y los cuentos. En los concursos literarios gran parte de los cuentos quedan de inmediato de lado, «culpables» por el primer párrafo, muchos otros no sobreviven a la primera página. En La arquitectura del fantasma, el escritor Héctor Libertella cuenta que en su adolescencia enviaba desde el Correo de Bahía Blanca sus novelas a concursos, pero antes de guardarlas en el sobre pegaba con una gotita de plasticola la página 99 con la página 100. Cuando recibía de regreso el sobre -porque no había ganado nada- iba a fijarse a la página 99 si habían despegado la gotita, y como esto nunca ocurría se consolaba con la idea de que ni siquiera habían leído su novela. Pero el tiempo pasó, y él mismo se convirtió a su vez en un autor reconocido al que llamaban para jurado de concursos literarios. Se dio cuenta entonces de que en realidad bastaba con leer cada novela hasta cierto punto: «Para ponderar más de doscientos novelones en un concurso», escribe, «hay que encontrarles el Aparato invisible, un fraseo sostenido por aquí y por allá, el formulario según el cual se enhebra la anécdota, los paradigmas narrativos en cuya cárcel se mueve el autor.» Y a continuación, con cada novela descartada, sólo le quedaba un pequeño trámite: ir hasta la página 99 y despegar la gotita de plasticola, si la hubiera, antes de retornarla al autor.
Recuerdo que sobre todo me impresionó en este comentario de Libertella la palabra «cárcel», que parece lo opuesto a la fantasía persistente de libertades ilimitadas que se asocia al proceso creativo. Y sin embargo, me parece particularmente acertada esta palabra porque hay en la escritura una tensión dialéctica entre la libertad inicial y la cárcel en que uno se va de a poco encerrando. Esto tiene que ver con lo que ya dijimos: la escritura es una maquinaria de sentidos que una vez puesta en marcha va perdiendo grados de libertad. Es verdad que los caminos que se cierran a veces alumbran otros inesperados, pero esto sucede hasta cierto punto. Uno empieza a escribir de acuerdo a determinadas alturas, con ciertas definiciones sobre los personajes, y los primeros indicios sobre la trama por venir. Esos elementos de apertura ya dispuestos sobre el papel van conformando algo que tiene una lógica interna, una estructura incipiente, y -tal como ocurre con las primeras jugadas en una partida de ajedrez- prefigura un futuro narrativo que ya no admite un juego infinito de sustituciones ni el abanico completo de giros y vueltas atrás. Entonces la narración se puede desarrollar con cierta libertad de maniobras todavía, con ciertas posibilidades de elección respecto a los giros previstos, y otros imprevistos que a veces nos sugiere lo ya escrito, pero en cada bifurcación, insensiblemente, y a medida que se avanza, se van agregando barrotes. Por supuesto que hay nombres más amables y esperanzadores para este fenómeno: a veces se dice que «el arco narrativo se ha cumplido», para dar esta misma idea de cierre paulatino, de cartas que se van jugado una tras otra hasta agotarse. De todas maneras creo que Libertella se refiere a algo que se identifica desde fuera del texto mucho antes, en los primeros despliegues de la escritura, que conforman muy pronto para el ojo crítico el continuo narrativo, la clase de mundo que asoma y la densidad de ideas que cabe esperar.
La primera página
Entonces, por la importancia del principio, uno de los primeros ejercicios que propongo siempre en los talleres es la corrección de la primera página. Siempre digo en broma, pero no tan en broma, que si uno aprende a escribir bien una página, la primera página de un cuento, y agota todos los problemas que suelen aparecer –la forma de deslizar la información, la cuestión de cómo introducir de manera natural un personaje, cómo sortear los lugares comunes, en fin, todas estas cuestiones que corresponden a la ejecución– después sólo tiene que escribir la segunda página como la primera, la tercera como la segunda, la cuarta como la tercera, y así hasta el final, que es un nuevo problema en sí mismo, al que nos referiremos en una tesis por separado más adelante. Por eso, para mí, llegar a escribir bien una primera página no es poca cosa.
Hay una lección de Liliana Heker sobre el principio que me parece muy valiosa, y es que muchas veces el verdadero punto de partida está un párrafo más abajo de lo que uno imagina y el final un párrafo más arriba. Vale la pena, al releer el cuento terminado, preguntarse si el inicio no debería estar un poco más abajo. ¿Por qué ocurre esto con tanta frecuencia? Justamente, tiene que ver con la distancia entre lo que uno piensa y lo que uno escribe. Al empezar a escribir un cuento, uno tiene en cuenta una cantidad de cuestiones de contexto y de información que son necesarias y quiere estar seguro de que el lector las reciba todas y en el orden correcto para poder entender lo que se quiere decir. Siempre hay un balance delicado entre lo que se sabe del cuento, que puede ser bastante, y lo que es necesario dejar por escrito, que puede ser mucho menos. Con frecuencia esa cantidad de información previa, al tratar de asentarla por escrito, se convierte en un prolegómeno pesado y la narración en sí, la vida propia del relato, empieza un poco más adelante. En esos casos es mejor sacrificar algo de la información inicial y empezar el relato en el lugar en que empieza a manifestarse como materia narrativa en movimiento, no necesariamente in medias res, pero sí quizá en cuartas o en octavas, e incorporar después algunas de las aclaraciones y ligaduras que uno pensaba que eran necesarias antes.
También me parece interesante que Borges prefeririera para los principios, tal como declaró alguna vez, una frase más bien larga y envolvente. Creo que esto tiene que ver con la cuestión de autoridad narrativa: una frase de cierta extensión puede por un lado decir ya bastante para intrigar al lector, y permite a la vez cierto alarde o demostración de oficio. La frase muy seca, muy corta, en el principio puede dar cierta sensación de una escritura elemental, la impresión de que sólo se trata de evitar el error. Por supuesto, todo esto tiene sus contraejemplos; hay un principio famoso de un cuento de Gandolfo («Vivir en la salina»), que es un prodigio de concisión: «Eran tres y me estaban pegando.» Sin duda es un gran principio para un cuento. Y en los ejemplos a continuación veremos también el principio de una novela de Gombrowicz hecho de frases cortas, como un montaje de escenas fragmentarias.
Dije antes que la «autoridad narrativa», tan vago como puede sonar esto, debería aparecer, ya en el principio, en cierta búsqueda de originalidad, de extrañeza, de -por qué no- ambición. Es como un golpe de gong, aunque no necesariamente estruendoso: puede ser sutil, minimal, y un buen lector de todos modos lo reconocerá de inmediato. A falta de una definición más precisa veamos algunos principios de cuentos y novelas, que nos servirán, además, para decir algo ya sobre la cuestión del punto de vista y de los personajes.
El principio de la novela Yo que he servido al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal (con una leve edición de la traducción españolísima):
«Presten atención a lo que voy a contarles ahora. Cuando llegué al hotel Praga el jefe me apretó la oreja izquierda, me dio un buen tirón y me dijo:
–Tú aquí eres un aprendiz, así que recuerda: no has visto nada ni has oído nada.
Así que dije que dentro del hotel no había visto ni oído nada. Y el jefe me dio un nuevo tirón, esta vez de la oreja derecha, y dijo:
–Pero recuerda también que debes verlo todo y oírlo todo. Repítelo.
Entonces, extrañado, repetí que iba a verlo todo y escucharlo todo. Y así fue como empecé. Cada mañana…»
Aquí, el «Presten atención» da el golpe de gong en la forma más literal y desembozada, pero me parece igualmente interesante el modo en que se introduce al personaje «en movimiento», sin descripciones, y aún así, sentimos que lo conocemos de inmediato. Sabemos una cantidad de cosas sobre este chico: sabemos en principio que es un chico por la forma en que lo agarran de la oreja, sabemos que es desvalido y necesita trabajar desde muy pequeño, sabemos que está sometido a un jefe brutal y a la arbitrariedad del mundo de los adultos. Tiene a la vez que no ver ni oír nada, y verlo todo y oírlo todo, lo que parece apuntar a un futuro dilema entre su inocencia inicial y los dobleces de hipocresía de ese mundo al que se asoma. Entonces, con una situación paradojal y a través de un fragmento de diálogo, se logran decir una cantidad de cosas sobre los personajes y sobre la situación inicial sin dar ninguna descripción ni física ni de época.
El principio de uno de mis cuentos predilectos de Liliana Heker: «Vida de familia».
«Hay individuos particularmente no emotivos. Nicolás Broda pertenecía a esa especie. Con seguridad que si al mirar hacia arriba cualquier noche hubiera visto dos estrellas rodando por el cielo en sentido contrario y a punto de chocar, en vez de esperar el cataclismo se habría puesto a reunir las informaciones necesarias y a la mañana siguiente, después de mucho manipular las ecuaciones de Lagrange aplicadas a la mecánica de tres cuerpos, habría llegado a comprobar que, en efecto, un satélite lanzado treinta y ocho días atrás y otro lanzado hacía apenas cuatro días, debían crear la ilusión de choque desde el lugar y a la hora en que él había estado contemplando el cielo.
La mañana del 7 de julio se despertó porque una olla o algo metálico acababa de caer en la pieza de al lado. Cada casa suena de una manera distinta. Y durante un instante tuvo la intención de indagar por qué se le había cruzado la palabra ‘distinta’».
El relato empieza, a la manera de muchos de los cuentos de Poe, con una declaración o afirmación universal: «Hay individuos particularmente no emotivos», e inmediatamente, como un ejemplo de esta afirmación: «Nicolás Broda pertenecía a esa especie». Tenemos así, de un solo trazo, la característica principal del personaje. Y a continuación una situación hipotética-irónica en que se desliza la información más importante sobre ese personaje para lo que vendrá: es alguien escéptico, con formación de física o matemática sofisticada que le permite «manipular ecuaciones de Lagrange». Alguna vez Liliana Heker contó que, como la situación en que envolvería a este personaje sería increíble, necesitaba, para darle verosimilitud y acentuar su desconcierto, que su personaje fuera lo más racional posible. En efecto, si el protagonista fuera un buscador de ovnis o un lector de revistas de ocultismo, podría aceptar quizá más fácilmente lo que le depara la trama. Por eso el énfasis en convencernos desde el principio de que su personaje proviene de las ciencias exactas.
Y de inmediato, después de ese párrafo de presentación, llega lo que yo llamo el momento literario, en que aparece el elemento disruptivo que arranca a la narración de lo prosaico, de lo normal, de lo habitual y lo lleva a otro terreno. Aquí el golpe de gong es sutil: «La mañana del 7 de julio se despertó porque una olla o algo metálico acababa de caer en la pieza de al lado. Cada casa suena de una manera distinta.»
Es particularmente interesante que la frase «Cada casa suena de manera distinta» no está ni siquiera en itálica, y sin embargo ya se lee como un pensamiento de Nicolás Broda: ya nos sentimos dentro de la mente del personaje, antes de que la frase siguiente lo confirme. Este deslizamiento a la mente o las percepciones directas de los personajes es lo que se llama el estilo indirecto libre (y fue una de las grandes adquisiciones de la novela moderna para representar la conciencia, ver por ejemplo Conciencia y la novela, de David Lodge).
Uno de los problemas frecuentes en los principios es la primera línea de diálogo o el primer pensamiento con que se manifiestan los personajes. Muchas veces la definición principal de un personaje, o incluso su verosimilitud, pasa justamente por su modo de hablar o de pensar. Por esto es importante prestar mucha atención a la primera línea en que el personaje se exprese directamente, pensar muy bien qué va a decir, porque puede ser la línea que capture o desanime al lector. En este caso, el pensamiento de Nicolás Broda me parece lo bastante interesante y natural de acuerdo a cómo fue presentado: «Cada casa suena de una manera distinta» nos revela la extrañeza de él por un sonido imprevisto, que no reconoce como de su propia casa, pero elevada al expresarlo a ley general, a la manera en que lo haría alguien entrenado en el pensamiento científico.
Veamos ahora otra clase de estrategia para empezar un relato: el principio de «La verdad sobre el caso del señor Valdemar», de Edgar Allan Poe.
«De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público -al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es posible comprenderlos-. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis.»
Poe recurre en el primer párrafo a un recurso de elipsis para el momento de inicio (del que yo también tomé lección para mi novela Crímenes imperceptibles). Recuerdan que mencionamos, entre las decisiones importantes en el principio, la de fijar el momento de inicio: a partir de cuándo contar, y qué dejar, en todo caso, para traer del pasado si fuera necesario con alusiones o flashbacks. El truco es dar por sentado que algo ya ocurrió y que los diarios han informado sobre esto: el público (y los lectores) supuestamente ya conocen y han discutido lo que ocurrió, pero –y aquí lo intrigante- él tiene otra versión, la verdadera, que conoce porque estuvo ahí, y es la que va a relatar. Esto permite por un lado ahorrarse una cantidad de información, porque se supone que todos ya saben en lo esencial de qué se está hablando: no es necesario «poner en escena» la historia desde primeros principios, sino que con unos pocos datos y en un par de frases en el segundo párrafo («durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención»; «jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis») el lector imagina y reconstruye hacia atrás lo omitido. Y por otro lado, la promesa de contar la versión real («el momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos») permite aprovechar al máximo las ventajas de verosimilitud del que es mi punto de vista casi siempre preferido: la narración en primera persona por un testigo privilegiado, que no es necesariamente el protagonista, pero que lo vio y contará todo de primera mano.
Observemos que en este principio, en vez de ir «directo al grano», hay un prolegómeno que parece no decir nada concreto, pero está urdiendo cuidadosamente ese truco de presuponer un pasado.
También, a veces, cierta oscuridad deliberada es parte de la creación de una atmósfera de intriga, e incluso el truco es anticipar, aunque con ambigüedades astutas, algo de aquello que se va a contar:
El principio de «La muerte y la brújula», de Jorge Luis Borges.
«De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Este criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto.»
En la primera frase -que es, como él prefería, más bien larga y elaborada- el golpe de gong es doble y está dado, por un lado, por la promesa de contar el caso más extraño y desafiante para un detective de «temeraria perspicacia», pero sobre todo por la seducción inmediata de la escritura: «ninguno tan extraño –tan rigurosamente extraño—», o «entre el interminable olor de los eucaliptos». No importa cuál fuera el asunto, ya por la sugestión de belleza en estos dos toques cualquier lector seguiría adelante.
Es interesante que en esta primera frase Borges evita la palabra «muertes», o «asesinatos». ¿Por qué prefiere la alternativa más vaga de «hechos de sangre»? Como lector experto y crítico, Borges tenía una conciencia aguda del relato policial, sobre todo del policial de enigma, e incluso escribió un ensayo sobre el género («Leyes de la narración policial»). Dentro del espíritu de esas leyes está el fair play con los lectores: puede haber ambigüedad en la información, pero no engaño. A partir de cierto punto el lector debería estar en condiciones de poder descubrir lo mismo que revelará el detective. «Hechos de sangre» encubre -por este requisito de «juego limpio»- que una de las muertes será fraguada y no real.
A continuación aparece un párrafo del que es difícil, en primera lectura, sacar algo en claro, salvo que parecen anticiparse, aunque de manera «mezclada», las claves de casi todo lo que sigue, incluso la participación de un tal Red Scharlach, enemigo jurado del detective. ¿Cuál es la razón literaria de este párrafo? Justamente introducir cuanto antes, pero para que enseguida se olvide, el nombre de Red Scharlach, dar a conocer al lector ese nombre, el de un personaje en brumas enfrentado largamente a Lönrot, para que no resulte, en el final, como un conejo sacado de la galera a último momento (lo que supondría una contradicción a una de sus propias leyes y convicciones sobre el policial). A la vez, se desliza al pasar un rasgo también importante de este personaje para la trama que vendrá: su apodo, «el Dandy». En efecto, Borges necesitará que este matón de los suburbios tenga la sofisticación suficiente para leer algún libro (como sucederá luego en la trama), y por eso elige para él ese sobrenombre en particular. Así, en ese párrafo que puede parecer confuso hay una intención literaria muy concreta: ocultar entre las claves, que parecen ofrecerse como cartas a la vista, y aún exponiéndolo, el nombre de Red Scharlach, tal como haría un ilusionista.
La verdadera narración empieza sólo después de esta maniobra: «El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord…»
Otra estrategia posible es empezar con el final, en la nota de máxima extrañeza, como en «El desvío», de Armonía Sommers (un cuento que ya mencionamos antes):
«Se trata de una historia vulgar. Pero yo la narro a toda esta gente que está tirada conmigo sobre la hierba donde se produjo el desvío y nos dejaron abandonados. En realidad, no parecen oír ni desear nada. Yo insisto, sin embargo, porque no puedo concebir que alguien no se levante y grite lo que yo al caer. A pesar de lo que me preguntaron en lugar de responderme. Algo tan brutalmente definitivo como este aterrizaje sin tiempo.
Lo conocí una mañana cualquiera en una estación de ferrocarriles, mientras la muchedumbre se agolpaba como siempre. Recuerdo que había un niño de pocos años en el andén, con un montón de globos sostenidos por hilos. Algunos que lo habían visto llorar por la falta de viento soplaban al paso desde abajo a fin de fabricárselo. El que viajó luego en mi cabina y yo nos habíamos sumado a aquel asunto, cuando al levantar ambos la cabeza nos vimos entre los globos y la risa del chico.»
La falsa modestia inicial de que se trata de «una historia vulgar» se contrapone de inmediato con la escena de abandono en el desvío, entre personas que «no parecen oír ni desear nada», en un aterrizaje sin tiempo. Estas imágenes, que parecen apuntar al registro de lo fantástico, o del horror, y la curiosidad de enterarnos de qué le preguntaron «en lugar de responderle» crean la intriga para atender a la historia. En verdad, la intriga no es por conocer la historia «vulgar», sino más bien por entender cómo una historia vulgar podría desembocar en esa clase de escenario final (y por eso anticipar el desenlace da un marco para que lo prosaico sea leído en otra clave, acechado por un peligro). El riesgo o doble filo que suele acompañar a esta estrategia de máxima extrañeza en el principio es que la historia que se cuenta a continuación aclare ese final hacia la normalidad, lo vuelva lógico, sensato, razonable, y quede por debajo de las expectativas iniciales.
En el segundo párrafo (en redonda) empieza la narración en su orden cronológico, con una buena escena visual: en el medio de un andén, entre un grupo de personas que soplan desde abajo los globos de ese chico para crearle viento, la protagonista encuentra la mirada de un hombre «entre los globos y la risa del chico». Hay también una novela de Ian MacEwan (Amor perdurable) con una escena de apertura similar, magistralmente desarrollada, en que dos extraños cruzan miradas durante el rescate de un globo aerostático. Alicia Steimberg recomendaba en su libro Aprender a escribir que el principio tuviera nitidez visual, en lo posible una imagen clara y sugestiva, para que «prácticamente desde el primer párrafo, el lector pueda imaginar visualmente lo narrado». Y observaba que en los principios de los buenos textos de ficción «hay una preeminencia de lo concreto sobre lo abstracto». Por supuesto, advertía de inmediato que esto no era una ley general, pero trataba, creo, de advertir sobre los peligros de principios en que sólo hay pensamientos flotantes, abstracciones, encierro en la conciencia, sueños oscuros o demasiado «simbólicos».
En contraposición a la idea de la frase larga y envolvente, veamos el principio de la novela Cosmos, de Gombrowicz.
«Voy a contar ahora otra aventura, aún más extraña… Sudor. Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Zapatos. Polvo. Nos arrastramos. Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecitas brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más.»
Ya la primera frase tiene un elemento de sorpresa y desparpajo que nos hace reconocer de inmediato la originalidad por detrás. ¿Cómo «otra» aventura? ¿Cuándo nos contó la anterior? Pero no importa, porque ésta será «aún más extraña»: ya estamos capturados hacia lo que sigue. Y lo que sigue tiene algo fragmentario, como escenas entrecortadas y jadeantes de una película tomadas con una cámara de mano que muestra detalles salteados de la marcha: resplandores, ropa, calor, bosques, casas. La narración empieza en medio de este movimiento que no se sabé dónde o por qué se inició: «esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más». Esto tiene que ver con la manera en que Gombrowicz concebía a sus personajes, «en situación», desprendidos de su pasado (del que pueden quizá, como se verá con Fuks más adelante, conservar alguna tara), y expuestos en el contacto con otros a un campo de fuerzas de relaciones que los «deforma». Gombrowicz no cree que haya algo esencial en las personas (y menos que ese algo pudiera encontrarse en el pasado), sino que cada uno, a partir de la adolescencia o la juventud, usa una «facha» a la manera de máscara, y esas máscaras tambalean o caen en la fricción social con los otros.
Para cerrar esta serie de ejemplos, dejo aquí el principio de «Patrón», de Abelardo Castillo, una lección sobre cómo crear desde el lenguaje una atmósfera «campera»:
«La vieja Tomasina, la partera, se lo dijo. Tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que potros tiene tu marido. La miraba; va a estar contento Anteno, agregó. Y Paula dijo: Sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada. El amo.»
En cuanto a la antítesis: cuando hablamos de la cantidad de elecciones que se deciden en el principio, estamos presuponiendo de algún modo un escritor con una cierta idea por delante sobre aquello que se propone escribir. Pero no todos los escritores tienen esa mínima claridad inicial al sentarse a escribir. ¿Escritor mapa o escritor brújula? es una pregunta casi obligatoria que hacen los periodistas culturales en España. Y aunque la división no sea en general tan nítida, uno podría hacer en efecto una separación entre los escritores que tienen alguna idea, aunque sea embrionaria, algún plan a medias sobre aquello que quieren escribir y los que salen, como decía Cortázar sobre sus novelas, a cazar conejos, a perseguir los pasos erráticos de los personajes. Hay escritores que parten de una única imagen, una visión afortunada, que la escritura luego sólo expande o desarrolla. En una entrevista sobre su novela El afinador de pianos, Daniel Mason contó que en principio sólo veía un delicadísimo piano Erard transportado penosamente a un remoto fuerte británico en Birmania, y desafinado por la humedad del trópico. Hay otros que incluso parten con menos: recuerdo que Luisa Valenzuela dijo en una charla que compartimos que su última novela, El mañana, había surgido de una sola palabra y que, en general, empezaba sus novelas sin ninguna idea ni dirección predeterminada. Pero aún en estos casos extremos, en que ni siquiera hay brújula y no tendría sentido pensar nada a priori, en algún momento de la búsqueda a partir de esa nada aparecerán, supongo, direcciones privilegiadas, continuidades de la escritura, esbozos de personajes, los primeros hilos narrativos de una trama, etc. Habrá, de acuerdo al resultado final, que después de todo son finalmente cuentos o novelas, alguna instancia en la escritura en que coagula el sentido, en que aparece algún ordenamiento narrativo de los elementos, un viento propicio que marca un rumbo. Será en ese momento, desplazado un poco más adelante, que el escritor deberá tomar algunas de las decisiones iniciales que discutimos en esta tesis. Posiblemente también, los escritores que proceden así deben volver sobre sus pasos a partir de cierto momento para revisar el principio y asegurarse de que tenga alguna congruencia con la figura que emerge. De todos modos, siempre habrá escritores que insistan en que ellos nunca jamás piensan en nada y sólo son llevados y traídos por fuerzas ocultas que se les imponen y les dictan sus páginas. Para ellos, por supuesto, esta tesis -y todas las otras- serán superfluas.
Para terminar, quiero esbozar aquí el ejercicio sobre el principio que propongo en mis clases.
La clase que considero más importante en mis cursos de escritura creativa es la que llamo «Primer apunte y la primera página». Para esta clase cada estudiante debe llevar escrito, en no más de dos o tres líneas, lo que constituye el núcleo narrativo, el germen o motivo de la historia que piensan escribir a futuro, tal como en los modelos de los cuadernos de notas de Henry James u otros escritores que doy como ejemplos. Idealmente esta primera idea debería tener para cada uno algo de la emoción de la búsqueda y del hallazgo, en el sentido que describía Bioy Casares la felicidad y la euforia que le daba encontrar alguna buena idea para un cuento: a la vez ganas de gritarla a los cuatro vientos y de guardarla en secreto hasta escribirla. Este primer apunte debe estar por entero desprovisto, desnudado, de todo lo que es circunstancial pero sí tiene que incluir ya el elemento de astucia narrativa, de giro o torsión, que permita imaginar la situación propuesta como un relato. Tras la lectura del apunte de cada uno se abre una instancia de discusión en el curso para considerar la potencialidad de la idea, en la que se traen a la memoria relatos que tienen un aire de familia, o un motivo parecido, sobre todo respecto al elemento de «astucia» y -a la vez que se aconseja la lectura de esos textos afines- se proponen variantes de la idea inicial para evitar recaer en un cuento ya demasiado escrito. Supongamos, por dar un ejemplo, que el primer apunte dice:
«Un chico o chica muy joven toma por primera vez un tren, que por algún desperfecto sigue de largo en la estación en la que debía bajarse y se detiene mucho más allá de lo que esperaba. Al bajar se da cuenta de que le pasó la vida.»
En la discusión de esta idea se podrían señalar varios relatos con motivo parecido: «El desvío», de Armonía Sommers (una mujer toma un tren en el que conoce a quien será su marido y los años pasan insensiblemente dentro del vagón mientras viaja); «Hoy temprano», de Pedro Mairal, en que las edades del protagonista se suceden dentro de un auto que inicia un viaje de vacaciones; «Última vuelta», de Samanta Schweblin, en que una niña da vueltas en la calesita, pierde de vista a la madre y al bajar ya es una abuela que llevó a los nietos a esa misma calesita; e incluso un cuento mío, «Billete de mil», en que un viejo pisa un billete ajeno caído dentro de un tren y es vigilado por otras tres personas que no se bajan y que se revelan de a poco como sus edades anteriores. Como se ve, sólo en el ámbito del Río de la Plata, y en la época contemporánea, hay al menos cuatro versiones del mismo motivo, que bien miradas podrían pensarse todas como parientes lejanas del «Rip van Winkle», de Washington Irving (donde el medio de locomoción en el tiempo sería la caminata y el sueño). ¿Significa esto que debe desalentarse la escritura de un futuro cuento con ese motivo por «demasiado transitado»? No necesariamente, pero sí debería aconsejarse, como parte del desafío creativo, la búsqueda de algún elemento nuevo, una vuelta de tuerca, un ángulo o tratamiento distinto, una segunda astucia personal de la diferenciación que haga valer por sí misma a la nueva versión respecto a «lo ya hecho».
Una vez que el estudiante tiene ya alguna claridad sobre el motivo de su cuento y las variantes sugeridas, o incluso un final posible, se discute en una segunda ronda, a la luz de ejemplos como los que dimos aquí, o bien otros que proponga el profesor, cómo lo empezaría a contar, y se consideran posibles estrategias, elección del punto de vista, momento del inicio, etc. El propósito de esta discusión previa es que el estudiante pueda pensar y planear mínimamente «hacia delante» antes de ponerse a escribir. La tarea práctica para la clase siguiente es presentar una primera página del cuento. Sólo una página. El profesor hará entonces el ejercicio de leer en voz alta la primera página de cada uno, para comentar todo aquello que está bien (es fundamental destacar siempre primero algo de lo que esté bien o que podría estar bien) y señalar después si existen -y casi siempre existen- los posibles problemas gramaticales, o literarios, en cuanto a la cadencia y longitud de las frases, lugares comunes, confusión de registros del lenguaje, etc. La tarea final del estudiante será corregir esa primera página y leerla por sí mismo en voz alta para la clase siguiente, en una ronda general de lecturas. Sólo después de este trabajo intenso y detallado sobre la primera página se propondrá como tarea siguiente escribir el resto del cuento.
En mi experiencia de muchos años de taller, este ejercicio, que combina algo de la libertad creativa inicial en el esbozo del primer apunte con la complejidad de problemas y variantes al intentar la primera página, lejos de desanimar a quien se propone escribir, le da un primer fundamento sólido, en el que puede advertir -por esa maestra de maestros que es la experiencia propia- la diferencia esencial entre simplemente escribir algo y practicar un arte sutil y por qué no, difícil. Creo que los profesores no deben temerle a la dificultad, porque también en las dificultades, cuando son interesantes, los estudiantes encuentran sus estímulos y desafíos. No tengan dudas de que completar una primera página que pueda leerse con orgullo en voz alta es uno de esos desafíos que valen la pena.