Vivimos tiempos de profundos cuestionamientos a valores que creíamos instalados definitivamente en el haber de la sociedad argentina. El pronunciamiento de la sentencia del Juicio a las tres primeras juntas de la última dictadura en diciembre de 1985, calificándola como responsable de «un plan criminal perpetrado por el Estado», ratificado por sucesivos juicios y condenas a los represores; los derechos soberanos nacionales sobre las Islas Malvinas; la defensa del ecosistema; las cuestiones de género y la historicidad de nuestros pueblos originarios, parecían formar parte del patrimonio de una sociedad adulta que había aprendido de las lecciones de la historia. Pero, desde el regreso del neoliberalismo al poder en 2015 se puso en marcha una campaña mediática que se sostuvo en el tiempo y recibió, últimamente, el «invalorable» aporte de los neofascistas autodenominados «libertarios».
La idea no tiene nada de novedosa y se inscribe en la corriente negacionista europea de los años 80 del siglo XX, encabezada por el «historiador» inglés David Irving que insistía en negar el Holocausto hasta que fue condenado por los tribunales. Esta vertiente reapareció con fuerza alentada con la llegada al poder de personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro, que se presentaron orgullosamente en sociedad como racistas, misóginos, fascistoides, enemigos declarados de los defensores del medio ambiente y necios negadores del evidente y dramático cambio climático.
Es en este tiempo que debemos, quizás más que nunca, enseñar historia dentro de un modelo escolar añejo y en crisis. La crisis del modelo escolar es de vieja data, pero hoy en día presenta signos inequívocos. La segmentación social dentro del sistema educativo, particularmente en las grandes áreas urbanas es impresionante. La escuela pública, hoy alberga fundamentalmente a los estratos sociales más bajos de los sectores populares y a un porcentaje de la clase media empobrecida. Por lo tanto, los diagnósticos sobre el sistema educativo deben hacerse teniendo en cuenta esa fragmentación que determina la calidad del sistema educativo según el estrato social al que se pertenece. No hay «una» educación y no hay «una» escuela sobre la cual teorizar. Pero si podemos decir que el modelo educativo vigente con su modelo expositivo, que brinda un exclusivo protagonismo al docente, como portador del conocimiento y al alumno como receptor pasivo, atrasa décadas. La escuela hace décadas que ha dejado de ser la fuente única del conocimiento para el alumno que tiene a su alcance diversas fuentes de información sobre cada una de las materias dictadas en el sistema formal, particularmente las del área de ciencias sociales. Programas de TV, productos especiales de YouTube y podcasts y últimamente videos de tik tok, compiten «deslealmente» con la exposición docente.
Lo primero que deberíamos tener en cuenta es que el acto educativo es dialéctico y que, sin el ida y vuelta necesario, la elaboración de conceptos propios por parte del alumno, que es nuestro principal objetivo, se hace imposible, más allá de las evaluaciones, expresiones efímeras que no reflejan un real conocimiento del tema. Recordemos nuestra época de estudiantes lo que nos ocurría, en la mayoría de los casos, cuando terminábamos de dar un examen con el contenido estudiado para el mismo.
Creo que debemos incorporar a nuestra clase todos esos elementos de los que el alumno dispone y sobre todo escuchar sus inquietudes sobre los temas a desarrollar. Ante todo, en nuestra disciplina, cuando hablamos de historia argentina, tenemos que dejar en claro que aquellos hechos y procesos que a nuestros alumnos le parecerán lejanos y ajenos, ocurrieron en este espacio y no en una galaxia muy, muy lejana. Eso ayudaría a entender la continuidad, que somos producto de lo que fuimos, que nuestro pasado se hace presente condicionando, y en algunos casos determinando, nuestra cotidianeidad. Y también permitiría discutir ese concepto expresado tan frecuentemente por los medios: «la historia se repite». Si bien las similitudes entre procesos pasados y presente resultan tentadoras para expresar esa frase, por ejemplo la crisis de 1890 con la de 1989 o la del 2001, es importante argumentar que la historia nunca se repite sino que en realidad continúa y que la persistencia de ciertas causas estructurales determina efectos similares en distintos momentos. Pero no es una repetición, es una continuidad que hace necesaria su detección lo que permitirá hablar de los problemas estructurales de la Argentina.
En mi caso he combinado mi labor docente con la divulgación de la historia a través de diferentes medios como los libros, la radio, la televisión, los podcasts y las redes. Esta inquietud surgió por padecer como alumno secundario y terciario un relato confuso, equívoco y a veces falso de la historia y como docente, me negué a transmitir a mis alumnos esa visión del pasado. No podía transmitirles necedades como la que encierra frases como «Balboa descubrió el océano Pacífico» o «Cabeza de Vaca descubrió las cataratas del Iguazú», para no abundar con el célebre el imaginario acto que inmortalizará a Cristóbal Colón. ¿Qué pasaba con los miles de originarios que habitaban al borde de aquel océano y de las bellas cataratas antes de la llegada de estos «descubridores»? Este acento puesto de manera para nada inocente, da por cierto que las cosas en América cobraban real existencia con la mirada de un europeo, fundador y nombrador de todo lo que quisiera por sobre los nombres preexistentes.
El discurso se fue modernizando y se adoptaron otros modos más sutiles de escamotear la realidad. Así, se habla de «expansión europea» (como si fuese un fenómeno tan natural como la expansión del universo), «encuentro de culturas» (dando la idea de un simposio entre conquistados y conquistadores) o, a lo sumo, «choque de culturas» (asimilando algo tan complejo a un accidente automovilístico). Lo cierto es que ninguno de esos eufemismos logra tapar uno de los mayores genocidios y etnocidios de la historia universal, sólo comparable al que, por esos mismos tiempos, comenzaban a aplicar en África aquellos nacientes Estados europeos que en el período que va desde fines del siglo XV y los finales del XVIII concretarían la consolidación del capitalismo, algo que hubiera sido imposible sin la explotación intensiva y salvaje de las colonias de América, África y Asia. Carlo Cipolla fija en más de 16.000 toneladas de plata el «aporte» americano a Europa durante el siglo XVI, en el XVII otras 26.000 y en el XVIII, más de 39.000 toneladas. El notable historiador italiano agrega sin ningún eufemismo:
El oro del que se apoderaron los conquistadores fue exclusivamente producto de robos, botines y saqueos. El inconveniente de toda actividad parasitaria es que no puede durar por siempre. Tarde o temprano, según la consistencia de los tesoros acumulados por las víctimas y la eficiencia de los depredadores, aquellas son despojadas de todos sus bienes y para los ladrones ya no queda nada que hacer.
Este es solo un ejemplo de cómo el cambio de eje, de mirada se hace necesaria a la hora de enseñar y divulgar historia. Podríamos dar otros que hoy cobran dramática actualidad como el origen del nazismo, hasta el Papa Francisco dice que es necesario leer el libro Síndrome 1933 de Sigmund Ginzberg en este contexto mundial. Este podría ser un excelente disparador para hablar de aquel proceso histórico y las similitudes y diferencias con el presente.
No hay momento más hermoso en nuestra profesión que aquel en el que una alumna, un alumno, después de este trabajo conjunto que es la clase, elabora un concepto propio, es la verdadera epifanía de la educación. Porque está claro que, si somos buenos docentes, nuestra satisfacción por la labor cumplida no está en escuchar la repetición mecánica de lo dicho por nosotros en clase o de lo que dice el libro.
El otro elemento fundamental es la idea de la interdisciplina, lo que antes de manera soberbia se nombraba en los manuales como «ciencias auxiliares de la historia». La literatura, la geografía, la música, la economía, la sociología, el arte en todas sus manifestaciones son claves para enriquecer la comprensión de un proceso histórico y nos brinda en clase excelentes recursos para abordar los diversos temas a tratar.
El cine, que a pesar de haber cumplido largamente los cien años, su uso en la escuela se inscribe en lo que llaman «nuevas tecnologías», es un excelente recurso didáctico, diría casi imprescindible en la dinámica enseñanza aprendizaje. Pero no solo para que seamos espectadores sino como elemento de producción de material educativo. La mayoría de los alumnos y docentes disponen de dispositivos móviles, a veces demonizados, que son perfectamente aptos para estas realizaciones cinematográficas históricas que aumentarán el entusiasmo de los alumnos asumiendo un rol protagónico en la narrativa histórica.
La temática bien puede ser la historia local, de su ciudad, pueblo o localidad, que seguramente no encontrarán en los manuales. La entrevista a anteriores pobladores, que puede comenzar por integrantes de sus familias, el registro de lugares históricos o icónicos del lugar, las historias de color, todo ello puede ser el insumo de ese material exclusivo y estimulante que además ayudará a confirmar que la historia no está solo en los manuales.
La historia está más viva que nunca y depende en gran medida de nosotros, los docentes, en esta batalla tan desigual contra el olvido y el negacionismo, que eso perdure en el tiempo y que nuestros alumnas y alumnos nos pierdan el derecho a la identidad conformada en gran parte por nuestro pasado con todas sus complejidades.
La charla se completará con tips específicos para aquellos profesores interesados en los diferentes recursos de la divulgación y en una ronda de preguntas.