Doy charlas y talleres vinculados a algún tipo de escritura, sobre todo al periodismo narrativo, desde hace casi veinte años. En la inmensa mayoría de los casos los alumnos pagan y hasta tienen que pasar por algún filtro para estar ahí, es decir que deben dar alguna muestra —no sólo ante mí sino, sobre todo, ante sí mismos— de que confían en que asistir a las clases les va a traer un beneficio a futuro. Pero después hay un puñado de casos en los que la situación es distinta. Cuando tengo que ir a hablar a facultades, frente a un alumnado que no siempre quiere estar ahí, el escenario demanda otras cosas de mí. Esto que digo no incluye un juicio de valor. A los veinte años, y ni hablar si todavía vas al colegio, no todos tienen el lujo de saber qué quieren hacer con sus vidas y van a aprender como respuesta al ultimátum familiar que se resume en esa frase remanida de “estudiás o trabajás”. También hay entusiastas a los que les interesa todo, y son ellos los que te salvan la charla y cargan de sentido el hecho de que estés ahí y de que los docentes, en conjunto, se levanten de sus camas para ir al trabajo. Pero la batalla contra la apatía es grande.
Una vez, en primera fila, una chica se pasó la charla entera durmiendo frente a mí. Erguida como un tronco de árbol, dormía con la cara floja y a segundos nomás de empezar a babearse. Fue, más que incómodo, desconcertante. Mientras yo hablaba, una segunda voz, que también era mía, me preguntaba al oído: ¿Qué vas a hacer con esta piba? ¿La despertás, no la despertás, hacés un chiste sobre la técnica zen de implosionar sobre sí misma sin que nada en el aula se corra de lugar, o fingís demencia y hacés como si nada estuviera pasando? La cabeza se me empezó a llenar de palabras. Mi charla se había convertido en la expresión más superficial de un multiverso por el que pasaban, como en un sistema de autopistas infinitas, todas las ideas del mundo. Me llamaban la atención, también, las capas de supuestos que sostenían la escena: la alumna dormía sin pudor —insisto: en primera fila—, segura de que nada en la dinámica del claustro iba a alterar ese estado de cosas. El docente no se iba a ofender y ningún compañero la iba a pellizcar discretamente para que se despertara. Era posible dormir en clase porque había una inercia mucho más potente que lo imaginable y a la que finalmente decidí plegarme con la sensación de que estaba pagando por mis pecados de alumna adolescente. Porque yo también dormía en el colegio.
Si es cierto, como dice Santiago Motorizado, que “el cosmos cuida a todos por igual”, quizás yo estaba recibiendo mi sopa de karma por haber pasado todo el secundario con la cara hundida entre las camperas del perchero de pared que había en el fondo del aula —porque yo además era de las que las que se sentaban en el fondo, y supongo que eso también tenía que ser purgado.
“Que duermas o no duermas no depende solo de lo que diga el profesor: depende de cómo reaccione. No siempre estás despierto porque te interesa, sino porque capaz que no te dejan dormir” me dijo mi hijo, con honestidad explícita, mientras escribía este texto. Él va a quinto año de un colegio público muy exigente, y tanto él como sus compañeros muchas veces duermen en la clase. Por supuesto que ya le di mis sermones, pero en paralelo me hago las mismas preguntas que me hice aquel día con la alumna-tronco de la facultad. ¿Qué debiera hacer el docente? ¿Responsabilizar al alumno por sus decisiones y dejarlo que siga durmiendo, con las consecuencias académicas que eso conlleve en el futuro, o retarlos y obligarlos a formar parte —digamos— “activa” de la clase, o mejor dicho: a tener los ojos abiertos?
Me fui de esa charla bastante enojada no tanto por la chica en sí —que igual me molestó: digámoslo todo—, sino esencialmente por el tufo a derrota general: sentí, y sigo sintiendo, que ahí donde hay un alumno aburrido hay, también, muchas otras cosas que fallan. ¿Cómo despertar a los pibes en el sentido, ya que no literal, al menos figurado de la palabra? Lo primero es que no tengo idea. Un alumno aburrido es la consecuencia de un desajuste estructural que muchas veces arrasa también con el docente. Pero lo segundo que tengo para decir es que, si bien es muy difícil pelear contra los molinos de viento, hay algo en la posición de lucha que tiene que ver con estar vivos y con “esperar cambios enormes en el último minuto”: una frase que repetía cada tanto Luis Gruss, mi profesor, mi maestro muerto por covid hace dos años, y una de las personas que se me aparecen cuando, puesta a pensar en cómo “despertar” audiencias, trato de ordenar algunos trucos propios y de recordar los de los profesores que, en el aula, me ayudaron a ser quien soy hoy.
1. ¿Whiplash o Merlí?
Lo primero en lo que pienso es el lugar del docente. Ya sabemos que el mundo está habitado por una inmensa avenida del centro, pero hay dos arquetipos que al menos a mí me ayudan a armar preguntas. Por un lado está el docente brutal que incluye el miedo como ingrediente pedagógico, y por otro está el docente “socrático” que lleva a sus alumnos hacia un estado de duda del que salen con respuestas propias y adquiridas, y sobre todo con mejores preguntas.
En la escuela tuve de los dos. Mi whiplash se llamaba Giró. No me acuerdo de su nombre de pila, pero sí de todo lo demás. Giró enseñaba Geografía: una materia que, aún cuando fui al Lenguas Vivas —un colegio especializado en idiomas— era considerada “filtro”: podía hacerte repetir o, como plan de mínima, amargarte las vacaciones.
Giró era una mujer alta, maciza y pelicorta que armaba un tándem letal con otra profesora de Geografía —delgada, fibrosa y con lentes— de apellido Bacigalupo. Era un secreto a voces que ambas eran pareja y eso, que hoy me resulta la parte más humana de las dos, en su momento las rodeaba de un halo de misterio similar al del castillo de Drácula. De ser cierto ese mito, Giró claramente era la vertiente masculina de todo ese asunto. O al menos era la que daba miedo. No solo porque nunca regalaba nota, sino porque sus modos de enseñanza parecían salidos de un libro de Stephen King. Todavía recuerdo su forma de graficar los movimientos tectónicos. Una mañana, para mostrar cómo la colisión de placas terrestres podía generar una montaña, empujó con fuerza un pupitre y armó un efecto dominó con otros bancos que produjo un amasijo no sé si tectónico, pero sí traumático. La memoria tiene trucos y omisiones, así que es posible que el recuerdo esté distorsionado porque de haber sido exactamente así varias alumnas habrían muerto partidas al medio. Pero así se construyen las memorias: con ese velo del Gran Pez —me refiero a la película de Tim Burton— que atraviesa los recuerdos con una capa de magia que los mantiene a resguardo por más que pasen los años.
Todavía sé cómo se produce un movimiento tectónico, cómo funciona el sistema de placas, por qué cambia la dirección de los vientos de un hemisferio a otro y dónde quedan las mayores cuencas hidrográficas en los cinco continentes. Lo sé y me gusta. Me sigue gustando. Amo Geografía y cada vez que digo “Geografía” aparece Giró reventándonos a todas contra nuestros bancos de madera, del mismo modo en que Fletcher, el profesor terrible de Whiplash, aniquila verbalmente a sus alumnos del conservatorio creyendo que así, y solo así, exprimiendo lo que tiene entre manos, va a sacar una gota de algo bueno.
Sin embargo, yo no puedo ser cruel con mis alumnos. Nunca pude. Por mi personalidad, supongo, pero también —y no es un tema menor— porque la época hace su trabajo. Hoy Giró hubiera sido subida a redes, transmitida por TN y descuartizada en Twitter. Cosa que tampoco sé si está necesariamente bien o mal: solo sé que aprendí de esa forma traumática, del mismo modo que otras compañeras —mi colegio era de mujeres— desaprendieron todo por lo mismo: porque la pasaron pésimo. Porque ser hijos del rigor no es el mejor comienzo en la vida de nadie.
¿Cómo hacer, entonces, para que algo bueno sea imborrable? Buscando respuestas me acordé de otra docente, Miss Marina, que nos enseñaba “inglés instrumental”: un tipo de inglés vinculado a rubros específicos como la abogacía o la medicina. Un día Miss Marina nos hizo escuchar en clase Mother de Pink Floyd y me voló la cabeza, y logró que comprara The Wall y me enterrara en los libritos con las letras para aprender más y mejor inglés y entender qué decía Roger Waters cuando le cantaba a su madre imaginaria, y también me hizo pasar a The Police y The Clash, de modo que terminé el colegio secundario hablando tan bien inglés que empecé a hacerme unos pesos preparando gente para entrar al Lenguas Vivas en las vacaciones.
¿Cuál fue la mejor, entonces? ¿Miss Marina o Giró? ¿Merlí o Whiplash? Creo que la época en que estamos ya viene con la respuesta incluida —no hay lugar para Girós—, pero también creo otra cosa: trascender como lo hizo Miss Marina supone librar una batalla contra el propio ego. Porque de Giró me acuerdo todo: su pelo, sus nudillos, la montura de sus lentes. Pero de Miss Marina no me acuerdo ni el nombre: creo que se llamaba Marina, aunque capaz que era María, o Mariana o cualquier otro nombre parecido y olvidable, porque lo que estaba hecho a la medida de la memoria era otra cosa: las semillas que dejó sembradas. Las palabras en inglés que me legó. La clase de eternidad que no es de nadie y es de todos a la vez.
2. ¿Quién está ahí? La importancia de conocer a tus alumnos.
Soy escritora por muchas razones que no sé y por algunas que sé. Y entre las que sé está la presencia de la señorita Leonor: mi maestra de Lengua y Ciencias Sociales de quinto grado. Yo iba a una escuela pública de la ciudad de Buenos Aires y un día la maestra llegó con el aviso de que en los colegios primarios del Estado se había abierto un concurso de cuentos en el que podíamos participar. Yo me entusiasmé y le entregué un texto, y ahí pasó lo que recuerdo como “magia”: la señorita Leonor me invitó a su casa para trabajar un poco más sobre ese cuento y ayudarme a dar lo mejor de mí. La señorita Leonor también tenía el pelo corto (empiezo a pensar que todas se lo cortaban porque estaban hartas de agarrarse piojos) y tenía unos ojos grandes y azules que me estremecían.
El día que fui a su casa fue impactante. Fue como estar conociendo la trastienda de una actriz, de alguien que yo veía en escena todas las semanas, quizás todos los días, y de quien ahora tenía un lado B. Ahí estaban sus tazas de té. Su mesa redonda. La cortina filtrando la luz del día. El silencio propio de las mujeres que viven solas. No sé bien qué hicimos esa tarde, pero algo habremos hecho porque me fue bien en el concurso: saqué el segundo lugar (un idiota sacó el primero: donde sea que estés, idiota que me ganaste, no me olvido). Pero de todo eso no queda resentimiento —solo un poco— sino la foto eterna de la casa de la maestra y esa sensación de que ella me había visto.
Muchos años después, cuando yo estaba en quinto del secundario, me encontré en el colectivo a la señorita Leonor. Sus ojos seguían iguales a sí mismos —tan hermosos—, pero tenía el pelo largo y de un color zanahoria desconcertante. ¿Era ella? ¿Seguía siendo ella? Hablamos paradas y aplastadas en medio del tumulto, y en esos minutos que tuvimos juntas yo le dije que me gustaba mucho escribir y ella me dijo: “Hay una revista que se llama La Maga, creo que tienen una escuela de periodismo, ¿por qué no averiguás?”. Parte de lo que soy, o de eso en lo que me convertí, tiene que ver con esa mujer de quien no retuve el apellido, y que pasados los años insistió con su costumbre de hacerme entender que yo existía.
Y eso, que parece tan obvio y natural, requiere de mucho esfuerzo por parte de un docente. A pesar de la flexibilización y de las condiciones deplorables en las que muchas veces trabajan, ustedes, maestros y maestras, cargan con una función tan grande que ojalá no encuentre límites en un corset burocrático. Ustedes son capaces de lograr que un alumno sienta que existe. No debe ser fácil, sobre todo cuando sos un profesor taxi y te pasás el día yendo de una escuela a otra y hablando de lo mismo con sesenta pibes distintos. Pero a la hora de conocer un poco al cuerpo de alumnos que está frente a ustedes, se me ocurre poner en primera línea algún enlace entre los pibes y la materia que dictan, que es Lengua y Literatura. ¿Tienen los chicos algún libro en su casa? ¿Cuál es? ¿Cómo llegó? ¿Qué piensan que es “la literatura”? ¿Alguien en la casa lee? ¿Qué les gusta encontrar en una historia? ¿Amor, riesgo, temor, cosas improbables? ¿Dónde buscan hoy esas historias? ¿Qué leen y dónde?
Me acuerdo que en tercer grado del colegio tenía un compañero, Rodolfo Delgrosso, que no era buen alumno pero tenía un punto de luz, algo que hacía muy bien: leer en voz alta. Recuerdo su frente siempre transpirada, su pelo lacio y castaño peinado al costado por sus dedos sucios después del recreo, y su voz segura y orgullosa ocupando el silencio del aula en lo que podía entenderse como su momento de gloria. Cuando Rodolfo terminó, la maestra, Jorgelina, una vieja con joroba y pelo blanco, le preguntó si le gustaba leer y él le respondió que sí, y ella volvió a preguntarle qué leía y Rodolfo dijo “cuando voy en colectivo leo los carteles”. Para qué. No pasó un segundo que Jorgelina le dio un reglazo en la cabeza. Cuando digo “regla” me refiero a un palo. Jorgelina tenía una regla de madera ancha y de un metro de largo con la que impartía su justicia personal y con la que logró, en un segundo, que Rodolfo perdiera toda la fe en sí mismo.
¿Qué hubiera pasado si, en lugar de fajarlo, Jorgelina le hubiera recomendado libros de Elsa Bornemann o Rohal Dahl? ¿Cómo hubiera sido todo si ella hubiera tratado de arriarlo desde los carteles luminosos hasta las páginas de un libro? Hoy esa pregunta tiene todavía más sentido, porque en lugar de carteles hay redes sociales con un poder de penetración que es imposible controlar y que al menos yo recomiendo incorporar con aceptación y picardía. ¿Qué leen los que leen? ¿Series, historietas, hilos de Twitter, libros? ¿Cómo se llevaron con los libros que tuvieron que leer hasta el momento en el colegio? ¿Pudieron conectar con ellos? ¿Con qué parte? ¿Con qué personajes? Este tipo de preguntas tiene más de un sentido. El primero es romper la inercia del silencio de la clase. Basta con que algunos compañeros hablen para que el maleficio se rompa y quieran hablar todos. El segundo tiene que ver con hacer valer el aula como espacio, ya que la diferencia entre leer un pdf con la clase escrita y escuchar hablar a un profesor es la posibilidad de hacer preguntas. Y el tercero es el eterno, el que no caduca: al darles voz, aunque sea para decir “leo carteles desde el colectivo”, construímos una relación no solo con el alumno sino con la clase en sí. Hacemos que la clase exista, y eso nos hace existir a nosotros.
3. ¿Para qué sirve un libro? Preguntas utilitarias para respuestas profundas.
Puestos a conversar con los pibes, preguntarles para qué creen que sirve un libro me parece descarnadamente funcional, pero también importante. Aunque no la enunciemos, la pregunta “para qué” merodea las cabezas de absolutamente todos los alumnos y lo que yo nunca haría es fingir que esa duda no existe. Por el contrario, pondría el problema sobre la mesa e invitaría a los alumnos a buscar respuestas entre todos.
Este recurso de hacer visible lo que normalmente está escondido es algo que uso en no ficción: cuando me encuentro con un problema insalvable, me preocupo por ser la primera en alzarlo en alto como Mufasa al Rey León. Los problemas de hoy, si los sabés mostrar, pueden convertirse en tus trofeos de guerra de mañana. Lo pensé de esa manera con 38 Estrellas y Los Otros, dos de los libros que escribí. 38 Estrellas cuenta una fuga en una cárcel de mujeres protagonizada por 38 militantes políticas del Movimiento Tupamaro, y tuvo una etapa de investigación con esta particularidad: a la hora de recordar los detalles del escape, todas las entrevistadas me daban versiones distintas de un mismo evento. ¿Qué hacer? En vez de esconderlo, lo advertí de entrada: en el prólogo aviso que hay una colisión de versiones y cuento cuál fue mi manera de hacer que todas convivan sin que yo pierda el timón de la historia. Con Los Otros hice algo parecido: una fuente esencial para la historia a último momento se negó a darme la entrevista —su abogado no quería que hable— y puso en peligro todo el libro. Me acordé, entonces, de algo que me había enseñado mi maestro Luis Gruss hablando supuestamente de pintura. Cuando una raya, dijo, se sale del cauce, no hay que tratar de borrarla porque ese manchón se va a notar, sino que hay que incorporarla a la obra. Eso hice con Los Otros, y funcionó tan bien que la reseña de un diario mencionó el recurso como uno de los “hallazgos” del libro.
Por todo esto, creo que incorporar el “para qué los libros” no es una derrota cultural, sino un paso de sinceramiento que permite armar un lazo honesto con el alumnado y nos permite a nosotros mismos encontrarle un sentido al trabajo, sobre todo cuando —como es este caso— viene de por sí condicionado por el programa: el recetario bajado por el Estado a la hora de pensar la educación. ¿Cómo hacer para no dormirte vos —docente—y para que el programa de todos los años siga resultando interesante?
Hay algo que me seduce de la repetición de un concepto y es la lógica de la gota que horada la piedra. La gota nunca es la misma y nunca cae en el mismo lugar, pero la repetición como precepto moral es tan contraria a la urgencia y a la producción de pseudo acontecimientos —dos de las peores marcas de esta época, al menos para mí— que conceptualmente me parece más desafiante que tener un programa distinto cada año.
Eso sí: el “para qué” cambia cada año y siento que, si fuera docente, por una razón de supervivencia psíquica me tomaría el trabajo de escarbar en la pregunta al comienzo de cada período lectivo. ¿Para qué los libros? Esa pregunta, todos los meses de marzo, me ayudaría a hablar con los alumnos con el corazón en la mano.
A mí los libros me sirvieron para no tener miedo. De chica veía muchas películas de terror y a la noche, en mi casa, las maderas crujían y yo sentía pánico no solo porque tenía la mente podrida por todas las cosas que veía de día, sino porque mi casa no era exactamente “mi” casa, sino la casa a la que nos habíamos mudado con mi mamá cuando se puso en pareja con el hombre que hoy, cuarenta años después, sigue siendo su marido. En ese entonces, acorralada por miedos reales e inventados, encontré en los libros una forma de surfear el insomnio: leía uno por noche.
Los libros también me sirvieron para levantar tipos. Cuando me mudé a vivir sola —muy chica: a los diecisiete años— me iba a leer a Plaza Francia para cambiar de aire, ya que mi departamento era muy chico, y también para conocer gente. Si hoy me siento a leer en un banco de plaza lo más que puede pasarme es que me afanen o que un perro me haga pis en el pie, pero cuando estás en cierta franja de edad no hay mayor abrebocas que un libro tapando tu cara misteriosamente. Algunas conquistas fueron desastrosas. Se me pegaba mucho hippie y una vez hubo uno que se hizo pasar por fotógrafo —de La Maga, encima— me llevó a leer al cementerio de la Recoleta con el argumento de que iba a tomarme fotos y al primer descuido estaba en la tumba de Yrigoyen chupándome el dedo gordo del pie. Salí corriendo espantada, pero en lo que hace a la lectura y la conquista puedo decir que la relación existe.
El mejor ejemplo positivo es el de mi marido actual. Vino a casa para hacerme unas fotos por la salida de Los Otros y después me persiguió durante dos años —yo estaba en pareja— con el argumento de “intercambiar libros”: si nos encontrábamos yo le daba uno mío y él me daba uno de fotos suyo; un tremendo verso al que le debo ya ocho años de pareja y un amor superior a cualquier otro que yo haya vivido.
Los libros también sirven para comer acompañados, para encontrar silencio en medio del quilombo —no se puede leer y hacer otra cosa a la vez— y para resolver temas domésticos. Glamourama, de Breat Easton Ellis, es un ladrillo imposible de leer porque la traducción al español castizo es una pesadilla que debiera ser penada con prisión efectiva, así que le di el único uso que estaba a mi alcance: lo usé como plomada para prensar un zapato roto y que la suela, pegada con poxirán, se mantuviera apretada.
Les diría todo esto a los alumnos, con un único y calculado objetivo: bajar los libros del estante de bronce. Un procedimiento que también incluye despeinarles el jopo a algunos autores canónicos. Sentí esa urgencia personal —ya ni siquiera pedagógica— cuando empecé a dar talleres y noté que en la bibliografía siempre se esperaba que incluyera a autores consagrados y piezas emblemáticas de la crónica periodística. Un caso de salón era el “Frank Sinatra está resfriado” de Gay Talese: un mamotreto venerado por la crítica, de ochenta y pico mil caracteres, que a mí me resultaba soporífero pero era entendido como uno de los pilares del Partenón de autores del periodismo narrativo. Un día, con vergüenza por haberles dado a leer semejante cosa, les dije a mis alumnos que Gay Talese me parecía un plomo, que nadie podía sentir ganas de leer ochenta y dos mil caracteres sobre la vida de Frank Sinatra —salvo que fueras fan de Frank Sinatra—, y que esa clase de materiales fundaban un gran malentendido, que era el de pensar que escribir largo era, necesariamente, escribir bien.
Ni bien terminé de hablar, sentí una exhalación colectiva en la sala: casi todos pensaban igual que yo. Tanto es así que hicimos el ejercicio de llevar el texto de Gay Talese a la mitad y demostrar que era posible contar lo mismo usando menos espacio. Sí, escucharon bien: cortamos a Gay Talese, que es como decir que editamos a Vargas Llosa. Y la sensación fue de una libertad arrolladora: la que da animar a tus alumnos a decir que el rey está desnudo, a no aceptar axiomas solo porque lo establece un canon atiborrado de naftalina y, en muchos casos, ego.
Mientras escribía este texto, hablando de canon, le pregunté a mi hijo qué le dieron para leer en el colegio en los últimos años. Este 2023 leyeron El Matadero, La Cautiva, el Facundo y Operación Masacre: no tengo objeciones, señor juez. Pero el año pasado la masacre la hizo el programa: leyeron el Mío Cid, las Coplas de Manrique y algo de Garcilaso de la Vega, y es acá cuando me pongo de rodillas y les digo: si ustedes también tuvieron que dar esto, es hora de hacer la revolución. No hay forma —NO EXISTE LA FORMA— de que un chico piense que un libro no es su enemigo si le dan a leer (y esto es lo mejor que encontré): “Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando; / cuán presto se va el placer; / cómo después de acordado da dolor; / cómo a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”.
Esto dice Manrique en las Coplas por la muerte de su padre. Es lo mejor que encontré, porque después está el Mío Cid que directamente es una pesadilla. No sé qué margen de decisión manejan a la hora de salvar a los alumnos de esta clase de suplicios, pero si no fuera posible despedirse del Mío Cid o del Siglo de Oro español, acompañen al menos las coplas de Manrique por un poema de Fabián Casas hablando del padre, que es mucho más conmovedor porque Fabián es un campeón a la hora de quitarle afectación a la literatura. Y es que una vez que lográs desprenderte de ese lastre, y entender que la mejor literatura a veces se alimenta de nuestras miserias cotidianas, recién ahí vas a poder pasar a la función más hermosa del libro: “La ficción es un viaje al otro” dice Rosa Montero en Los peligros de estar cuerda. Si logramos que alguien se sienta invitado a hacer el viaje, siento que algo recupera su gracia no solo para los pibes sino para todos, y que se abre un juego más amplio que incluye a los chicos no solo como lectores sino como productores de texto, ya que leer y escribir son parte de una misma cosa.
4. Escribir es una forma —otra más— de entrar a la literatura.
Seguramente todos hagan escribir a sus alumnos y en tal caso me pregunto cuál es la mejor pedagogía: soltarlos sin rueditas para que aprendan a golpes —que sería el método Giró, aunque atenuado—, o darles rueditas para que el aprendizaje sea guiado y ameno y puedan ver el paisaje que va a los costados, aún a riesgo de que se distraigan un poco.
Por si quedara alguna duda, yo estoy a favor de las rueditas. Siempre me pareció importante ayudar a los chicos a construir su propia caja de herramientas, a entender con qué elementos expresivos cuentan y en qué medida esos elementos, lejos de ser extravagantes, forman parte del habla y los dilemas cotidianos. Algunos puntos en esta dirección:
El lugar del narrador: ¿Adentro o afuera?
Una vez que me aprueban un tema, mientras hago el trabajo de campo pienso todo el tiempo en la estructura, en cómo empezaría el texto y hacia dónde quiero ir, y también en el lugar que voy a tener en ese texto. Si voy a hablar de mí, si voy a hablar de otros. Si voy a hablar de otros como si me hubiera pasado a mí. Si voy a hablar de otros como si yo no existiera o voy a contar cómo esos otros se ven modificados por mi presencia fisgona. Pensar dónde te parás a la hora de mirar es una pregunta profunda, la clase de pregunta que se haría el chanchito que construye la casa de material. No es una pregunta farolera sino silenciosa y que trae resonancias de cualquier momento de nuestra historia. Todos, muchas veces a lo largo de la vida, nos preguntamos si estábamos afuera o adentro de algo. Y la escritura tiene todo que ver con la vida, y empezar con eso me parece un buen comienzo.
El lugar del lector: ¿Quién está al otro lado?
Al escribir pienso en mí como lectora. Tengo siempre en cuenta que el lector ya no es ese perfil arquetípico y romántico del tipo que enciende su pipa y se tira a leer en el sillón. Hoy el lector vive apurado, traccionado por situaciones urgentes (o que cree que son urgentes) y sintiendo que el tiempo de lectura es un bien intangible que le roba a otra cosa. Uno siempre “deja de hacer algo” para leer. Entonces hay que demostrarle a ese lector, en los tres primeros párrafos, que vale la pena que él abandone otra tarea para leer nuestra historia. En cierto modo, les daría a los chicos para que prueben su propia medicina: ellos son lectores esquivos. Que piensen entonces, como hice yo toda la vida, en un texto atractivo para sí mismos.
¿Cómo se hace?
La pregunta, en rigor, es sobre la estructura. Sobre cómo empezar, cómo seguir y cómo terminar. El borrador que se hace en forma previa a la escritura es tan importante como la escritura en sí. Por esta razón, al armado de la estructura hay que dedicarle un tiempo especialmente inasible: el que pasa cuando no tenemos el traste en la silla. Mientras caminamos, paseamos al perro o nos bañamos —siempre es buena idea mencionar el baño entre los adolescentes— podemos pensar cómo empezar el texto, cómo sigue y donde —a grandísimos rasgos— podría terminar. Si con esos pensamientos vamos armando una lista, al momento de sentarnos a escribir la página en blanco no va a ser violenta con nosotros. Porque la página en blanco es dura para todos. Es la que nos dice que estamos en cero y que tenemos que pasar al uno, y nos hace creer en la ficción de que ese salto es lo más fácil del mundo.
Hay gente que se pasa la vida frente a una página en blanco, dentro de lo que se entiende como “crisis creativa”. Por eso es tan importante que los alumnos lleguen a escribir con las manos cargadas de antemano. Hago copy paste de algunos trucos de escritores canónicos:
Dice Leila Guerriero:
“Nunca me siento a escribir sin tener una primera frase. ¿Cómo saber que la tengo? Durante muchos días me pregunto cómo empieza, cómo empieza, cómo empieza esta historia, mientras corro, mientras voy en la calle, mientras viajo en el subte, mientras compro, mientras entro y salgo de lugares y estoy yo: cómo empieza, cómo empiezo, cómo empiezo, y de pronto, ¡paf!”
Dice Julio Villanueva Chang:
“No puedo empezar a escribir sin un título. Necesito un título, uno que funcione como un faro intermitente y que de rato en rato me trace una frontera y la intriga de lo que voy a contar. Ese es mi único guión. Para mí un título no sólo es faro: es una promesa”.
Dice Martín Caparrós:
“Primero se me ocurre un inicio que, en el momento, es el que creo que voy a usar. Pero una hora después o lo que sea, se me ocurre otro y entonces a veces es mejor que el uno y a veces no. Los acumulo. Me convenzo de que va a ser buena crónica cuando tengo cuatro o cinco principios. Eso quiere decir que una buena forma de empezar, pero después, en dos o tres páginas más, podré reabrir con algo interesante. No sé si tengo un set de criterios. Me suena o no me suena. Es muy sonoro cuando trabajo mis textos. Tiene que sonar. O canta o no canta”.
Supongamos, finalmente, que ya tenemos el tema, la ruta y el mapa que vamos a seguir, ¿cómo escribir, concretamente?
Hay una frase de Juan Villoro que para mí lo dice todo: “La leña seca arde mejor”. Cuando más emotivo sea un tema, más habrá que secarlo para que funcione. ¿A qué me refiero con secar? A que los chicos sepan que lo aparentemente “sencillo” es sofisticado. Que escribir con mucho moño, mucha vuelta literaria y un exceso de metáforas es lo más fácil del mundo porque lo difícil es limpiar: quitarle al texto sus artificios y resignar palabras, imágenes o ideas que nos encantaron pero que desentonan en el texto (o le quitan ritmo). Los buenos escritores, al menos para mí, son los que no se enamoran de sus palabras: los que saben cuándo y por qué soltarlas; los que se someten a las leyes de la historia y no del propio ego (que te lleva a enamorarte de tus textos y no querer quitarles nada). Lo que estoy diciendo es que la escritura es limpieza porque la hoja, en realidad —y acá va una primicia—, nunca está en blanco: la hoja siempre está llena de cosas y uno tiene que saber limpiar.
Hay una imagen que habla de esto y me parece genial, y es la secuencia del toro de Picasso.
Resulta que Picasso quería dibujar un toro. Entonces empezó dibujando un torno hiperrealista (casi la fotografía de un toro) y después se ocupó de ir limpiando líneas hasta dejar lo esencial: la mínima cantidad de líneas que permitía saber que ahí había un toro.
Esa, para mí, es la búsqueda. O al menos es mi búsqueda personal y es lo que me gusta trabajar en los talleres y lo que trabajaría incluso si del otro lado hubiera niños: encontrar la mínima porción con la que pueda expresarse una idea. Les enseñaría a desconfiar un poco de los adjetivos, a confiar más en los sustantivos y los verbos, y a confiar también en lo que Stephen King llama “primeras palabras”. ¿Qué quiere decir esto? Que si pensás en la palabra “dice” no pongas “asevera”. Que si pensás en “hospital” no pongas “nosocomio”. Que si pensás en el verbo “llegar” no pongas “arribar”. En síntesis: que no escribas como en los diarios. Que escribas como en Twitter. Que atiendas a la naturalidad con que nos bajan las palabras en el uso coloquial, porque la escritura no es un concurso de sinónimos sino una carta de intención, la invitación a un viaje. Y las invitaciones, cuando no son claras, no sabés adónde te llevan y las guardás en un cajón.
5. No perdamos las formas.
Stephen King, que tiene un libro increíble que se llama Mientras Escribo con el que les recomiendo que evangelicen a camadas enteras de estudiantes secundarios, habla también de otra cosa interesante, que es el uso de la gramática, o dicho en fácil: la posibilidad de que un pibe escriba con sujeto, verbo y predicado, y de que logre moverse dentro de esa forma con cierta naturalidad.
Puestos a pensar de dónde sale la esta cuestión, Stephen King dice que los principios gramaticales se aprenden hablando y leyendo. No solo libros profundos sino cualquier otra cosa que no sé si incluya los carteles de Rodolfito Delgrosso, pero que sí podría incluir, ahora, me atrevo a decir, un soporte contemporáneo: los textos de sinopsis de las plataformas audiovisuales. A diferencia de las contratapas de los libros, que suelen estar sobregiradas de indulgencia, los avances de las series y películas son, muchas veces, ejemplos bastante acabados de gramática y síntesis narrativa. Recién mientras escribía abrí Netflix y cliqueé en lo primero que apareció: una serie para adolescentes llamada Sex Education. Así resumen en Netflix la trama de un capítulo: “Una fotografía explícita pone a una jovencita en el centro de las miradas. Las acciones de Maeve obligan a Otis a tomar una complicada decisión en un día importante”.
Acá no sé quién es Maeve ni quién es Otis, pero lo que veo es sujeto, verbo y predicado. Y un poder de síntesis admirable. Creo que es una buena referencia que, al momento de la producción de textos, los alumnos elijan una historia propia que contar y la desarrollen en cinco o diez líneas, como si fuera el resumen de una película. ¿Por qué? Porque es tranquilizador llegar a una terra incógnita —como puede ser la escritura— de la mano de una referencia que resulte familiar. Y porque me gusta —siempre me gustó— construir con los alumnos la ficción de la posibilidad: que crean que escribir es posible. Incluso, que es fácil. La fotógrafa Adriana Lestido me dijo esto mismo al hablar de sus fotos. A lo largo de los años, pasó de hacer retratos complejos a centrarse en imágenes supuestamente “simples” como un árbol en un médano en Villa Gesell. “Me gusta que al ver esa foto piensen que también ellos pueden hacerla” me dijo y la entendí y la quise todavía más que antes, porque a mí también me gusta que al leer mis libros alguien piense que puede sentarse a producir algo propio.
El índice de probabilidad de éxito, por llamarlo de alguna forma, es relevante a la hora de escribir. No sirve que alguien se siente pensando que no va a poder. Por eso creo que al momento de incitar a los chicos a que escriban, el cruce entre la literatura de primera línea y los formatos populares deja la escritura en el terreno de lo posible, que es el único terreno que, si vamos a hablar de pibes, me importa.
¿Por qué queremos que los chicos escriban? Les voy a contar por qué. Yo escribí muchos textos personales. Sobre operaciones que tuve a lo largo de mi vida, sobre la relación tormentosa con mi padre, sobre las infinitas mudanzas por las que pasé… Y cada vez que publiqué esos textos hubo gente que me mandó mails agradeciendo que yo pusiera en palabras lo que ellos sentían. Ahí entendí que escribir puede ser, en algunos casos, un don, pero es sobre todo una puerta de acceso a un universo de símbolos en el que se debate la profundidad de nuestra vida. “Se me ocurre una idea que me exalta —escribió una vez Emmanuel Carrère—: este mal que padezco puedo describirlo, ya que no curarlo. Es mi oficio. Es lo que siempre me ha salvado, a pesar de todo”. “Me publicarán otro poema en el número de septiembre —escribió Charles Bukowski—. No está nada mal, y así tendré ganas de vivir tres o cuatro semanas más (…). No me interesa tanto la fama como la sensación de que no estoy loco y de que las cosas que digo se entienden”.
De eso se trata, quizás. De darles a los pibes una herramienta maestra. Porque el mundo es hostil; la vida cuesta. Pero todo se hace más fácil con una llave en la mano.