Conferencia de Marcelo Birmajer en el Congreso Orsai: «Las historias que me contaron y las que invento»

El escritor y guionista compartió su método para contar historias y cómo la lectura y la escritura (dos constante en su vida) le proporcionaron un sentido y propósito.

Sobre la lectura y la escritura

Sospecho que desde muy temprano en mi infancia me pregunté por el sentido de la vida, lo que sea que esto signifique (e intuyo que el acceso a este significado es el tema nodal de esta reflexión sobre la lectura en los colegios). 

Pero la primera prueba fehaciente que me permite mi memoria respecto a esta pregunta es en el cuarto año del secundario del colegio Mariano Moreno; y el enigma del sentido de la vida, en esas circunstancias, se relacionaba directamente con el acceso al conocimiento entendido según la currícula escolar: ¿para qué estudio geografía, matemáticas, física, química, si desconozco el sentido de la vida? ¿Cuál es el propósito de este esfuerzo, el despertarme temprano, el aburrirme denodadamente, si no sé para qué estoy vivo? Pero yo no me preguntaba para qué leía literatura, ni para qué escribía: y yo leía y escribía desde que tenía uso de razón, desde el primer grado de la escuela primaria por lo menos. Era lo único que sabía hacer- desde primer grado hasta ese cuarto año del secundario del que estamos hablando-, era lo único que me gustaba hacer, y era quizás lo único, aunque no me lo planteaba entonces en esos términos, que le daba sentido a mi vida. Yo sí me preguntaba por el sentido de la vida, pero aún no me había respondido, en cuarto año del secundario, que la lectura y la escritura le proporcionaban sentido a mi vida. El sentido de la vida, en esta concepción, yo lo definiría como una emoción y energía de intensidad variable, de perdurabilidad aleatoria, pero no efímera, que al tiempo que nos da gana de vivir, nos brinda también una dirección, una posibilidad de evolución, una capacidad de evaluación, un punto de vista, un rasgo de personalidad, una vocación, una herramienta de oficio, y una posibilidad imperfecta de comunicación. 

Yo leía y escribía porque quería. No me preguntaba por qué. No ponderaba, al menos por entonces, la utilidad de esas acciones. Pero ya eran una vocación, un oficio, y le daban sentido a mi vida. A diferencia de la relaciones sentimentales, que me insuflaban un efervescente sentido de vida, pero que a la vez también podían arrebatármelo por completo, la lectura y la escritura persistían. Y aún cuando, por culpa de una desventura sentimental, perdiera hasta la más mínima capacidad de leer o de escribir; todo lo que había leído o escrito, si sobrevivía a la depresión, finalmente me aguardaba al final del camino, como un vaso de agua a la salida del desierto. Un vaso de agua que no se vaciaba nunca. 

En tercer grado del colegio primario, al entrar al aula, perdía todos los útiles. En rigor, conservaba un papel glacé. O lo pedía prestado. En la parte posterior del papel glacé, la superficie blanca y tersa, el exacto opuesto del frente, brilloso y de color, yo escribía un chiste, o una historia o un dato. En cuatro o cinco líneas. «Atilio ganó la carrera. Pensó que era por sus zapatillas mágicas. Pero ganó sin sus zapatillas. Se entristeció». Era «el diario del aula». Yo lo voceaba como el canillita voceaba La Razón, o La Hoja– con suplemento infantil, La hojita, que incluía la tira de Bróccoli, El mago Fafa. «Piedra libre Fafa, detrás de la puerta de vidrio», cantaba Catuto. 

Mis compañeros de grado alquilaban el diario: consistía en pagarme con un útil, leerlo y reintegrármelo, para que a su vez lo alquilara otro lector. De ese modo yo recuperaba los útiles que había perdido apenas pisaba el aula, los lápices, la cartuchera, el sacapuntas. A veces reaparecía el maletín, que también había perdido, como si me pagara Dios. Si había pedido prestado el papel glacé, el primer alquiler se me iba en esa divisa. En una ocasión, una lectora, luego de leer el diario del aula, se negó a pagarme: la historia era repetida, o el chiste no tenía gracia. Acepté su reclamo. Yo no cobraba para que sostuvieran el papel entre sus manos: ellos me pagaban por un bien intangible. Lo que yo escribía, debía tener sentido. Ese sentido debía transmitirse a mi lector como mis admirados escritores me lo habían transmitido a mí, y como yo lo sentía cuando escribía algo con sentido. Era un círculo virtuoso que no debía ser interrumpido. La mercadería que yo ofrecía era intangible, pero no incalculable. Tenía o no tenía un valor. Ese valor era en buena medida determinado por la percepción del lector, pero no exclusivamente. En esa ocasión, mi lectora tenía razón. Yo no había publicado lo mejor que podía escribir. O bien no me había esforzado, o bien no me había inspirado, o bien había publicado por necesidad y no por convicción. Mucho más tarde en mi vida y en mi carrera descubriría la triste realidad de que podía escribir un texto que yo considerara de lo mejor que había escrito, con completa convicción y emoción, y que de todos modos los lectores no lo consideraran lo suficientemente valioso como para pagarme ni con un papel glacé, que por entonces para mí era una de las cosas más valiosas del mundo, no por el frente brilloso y de color, sino por la posibilidad de escribir en su reverso terso y en blanco. Yo había descubierto, en el reverso de una vocación espontánea, no buscada, un oficio. Yo recuperaba lo que había perdido gracias a mi oficio. Es el mismo oficio que sigo desempeñando al día de hoy y por los mismos motivos. Vine a Mercedes a buscar mis útiles perdidos. Me han invitado a una gran cantidad de lugares, y siempre es por el diario del aula, y por ninguna otra cosa. 

Ya en mi adultez, recorriendo mi vida en zigzag hacia atrás, a menudo impulsado por la pregunta de un periodista sobre mi profesión, sobre mi obra, sobre un libro en particular, yo descubría que la lectura y la escritura le habían proporcionado un sentido a mi vida, un sentido siempre frágil, evanescente, como ya dije, aleatorio, pero no obstante recurrente. 

Aquí debo apuntar que, comenzando por mí, no tengo una opinión especialmente favorable de la raza humana. La ambición, el recelo, la envidia, el resentimiento, la codicia, a menudo son la tracción de nuestros actos, en muchos casos maliciosos o malignos. Pero también he presenciado, en menor medida, acciones heroicas, generosas, amables, beneficiosas, ejercidas sin más interés que el de la bondad. En cualquier caso, si más no fuera por egoísmo, yo quiero vivir en un mundo donde la totalidad de los niños tengan el acceso garantizado al conocimiento y a la libertad. Digo por egoísmo porque también ese es el mundo donde a mí me conviene vivir.  Y en ese afán, la promoción de la lectura es de la mayor importancia. Es imprescindible. Nuestro mundo, nuestra especie y su destino, depende de que nuestros niños lean. No tengo la certidumbre de que eso garantizará un mundo mejor; pero lo opuesto, un mundo de niños analfabetos, iletrados o sin contacto con la lectura, no tengo dudas, garantizará nuestra perdición, en cualquiera de sus formas. De hecho, pensar o imaginar qué significa la perdición, independientemente de la extinción física, o cuál sería el camino provocado a la extinción física de la especie humana, es materia en parte de la literatura, y atañe a su relación con el sentido de la vida. No es una relación directa, ni obligatoria ni fatal; pero hay una relación. 

La literatura, en el aula, puede transmitirle a los alumnos un sentido de la vida. Las matemáticas, la química, la física, la geografía, son imprescindibles. Pero ninguna de esas materias puede reemplazar una pulsión que nos de ganas de vivir. Nuestro interés en la Historia está precedido por una curiosidad sobre las personas. El aburrimiento, la vacuidad, la falta de sentido, son los grandes enemigos del conocimiento. 

A menudo consideramos las condiciones sociales, la pobreza, como el principal obstáculo para el acceso al conocimiento. Pero existen contingentes humanos, culturas, pueblos, que han superado miserias inenarrables en procura de un propósito. El aburrimiento y la vacuidad, la falta de sentido, operan como mutiladores del espíritu, como lastre contra nuestras mejores emociones, tanto en los individuos como en los grupos, sean escolares, culturales o nacionales. Sin entrar en demasiado detalle, creo que una proporción importante de los conflictos humanos están relacionados con la falta de sentido, y con la dificultad para resignarnos a que la vida no siempre tiene sentido; que este sentido es, perdón por la enésima repetición, aleatorio. 

¿Cómo pueden, desde mi modesto y falible punto de vista, enfrentar los docentes ésta debilidad congénita de la especie humana, atenderla en sus orígenes, en lo que es quizás la coyuntura más relevante de toda la existencia, la educación de los niños y adolescentes?

No voy a detenerme en cuáles deberían ser las condiciones materiales para que mi modesta proposición pueda llevarse a cabo. Contra toda esperanza, estoy convencido de que existe una relación dialéctica- perdón por la palabra, intentaré no volver a utilizarla-, entre el sentido, la acción, y las condiciones materiales. 

En primer lugar, atender a la individualidad de cada alumno. He coordinado innumerables sesiones de cursos de literatura creativa: siempre, en algún momento, algún participante tiene un momento de inspiración. He visitado una innumerable cantidad de colegios, en Argentina y Latinoamérica, incluso en España y en alguna otra parte del mundo. Cada alumno tiene un interés particular por el cual se puede despertar su curiosidad, su energía, su motivación. Recuerdo con gratitud a la profesora de segundo o tercer año del colegio secundario Ort que, para enseñarnos Julio César, aplicó Asterix. Ya no recuerdo si Los Laureles del César, El regalo del César o alguna otra. Yo las había leído todas, sabía muchos párrafos de memoria. Esa concatenación con la Historia Universal fue irresistible para mí. Intuyo que cada alumno tiene su propio Asterix dispuesto a funcionar como combustible de acceso a otros conocimientos. 

Me atrevo a sugerir a los docentes que incluyan entre los argumentos formativos de invitación al conocimiento la idea de alegría y felicidad. Por pueril que resulte, no tengo las palabras exactas, pero sí la idea de que el alumno sepa que accederá al conocimiento, a materias que le resulten difíciles, a sacrificios, porque esa es la menos mala de las maneras de acceder a la alegría y a la felicidad, dentro de una serie de valores que debe obligatoriamente respetar: la igualdad de todas las personas y el derecho básico de cada uno de ellos a la vida y a la libertad, incluyendo, no siempre es evidente, la propia vida y la propia libertad. Transmitir el concepto de que los héroes, antes que aquellos que arriesgan u ofrendan sus vidas- cualquiera puede arriesgar su vida por cualquier estupidez–, son los que nos dan ganas de vivir, los que nos acercan, a través el conocimiento y el ejemplo, a la posibilidad de la alegría y la felicidad, dentro de los valores que obligatoriamente debemos respetar, no solo porque también son los que nos permitirán el acceso menos malo a la alegría y la felicidad, esquivas como éstas sean, sino porque eso es lo que está bien. Hay un elemento tautológico que considero que todos los pensadores, docentes y participantes de la esfera pública deben transmitir: el respeto por la vida y la libertad. Tautológico porque es en sí; no deviene de una conveniencia. La vida y la libertad son, incluso, más importantes que la felicidad. Aunque pueden estar deliberadamente ligadas. 

Por supuesto, a lo largo de mi recorrido, me he cruzado con miles de individuos cuya vocación por la química, la física, la geografía, la Historia- que tan relacionada está con la literatura-, o la medicina, les ha aportado sentido a sus vidas. Pero nuestro encuentro de hoy gira especialmente alrededor de la literatura y el colegio. La literatura, los niños y los adolescentes. 

Desde hace mucho tiempo creo que la partera de la Historia es la creatividad. No la violencia, como dijo no sé quién; sino la creatividad. La violencia puede ser lamentablemente concurrente; pero las ideas que perduran, las sociedades que prosperan, las culturas que se sobreponen, dependen de su creatividad. La violencia puede destruir una cultura, pero no puede reproducirla ni sostenerla. En ocasiones, penosamente, la violencia es necesaria para sobrevivir, pero solo la creatividad garantiza el sentido de la vida. La idea de que la violencia es la partera de la Historia ha motivado que los falsos profetas distingan Historia donde solo hay violencia.

 La literatura está simbióticamente atada a la creatividad. Un acercamiento a la experiencia literaria es señalar a los alumnos el hecho de que los autores inventan. No es un sueño, no es locura, no es alucinación: es creación. El ser humano está capacitado para imaginar, para inventar una realidad distinta a la que lo rodea y en la que vive, una realidad ficcional, con reglas propias, con otras leyes, con otros resultados. El ser humano puede inventar y crear imaginaciones perdurables. A menudo el interés del lector es saber si lo que ocurrió en la ficción sucedió realmente. Pero el gran desafío del autor es convencer a su lector de la existencia de ese evento sin relación con la realidad. Gregorio Samsa se convierte en insecto desde que empieza hasta que termina La metamorfosis. No es un símbolo: es un hecho. En multiplicidad de cursos de literatura que he coordinado, emerge el momento en que, cuando comento críticamente un texto, su autor se defiende con este argumento: «Pero esto es lo que me pasó». Respetuosamente respondo que lo importante de un texto no es lo que le haya pasado al autor antes o durante su escritura, sino lo que siente el lector al leerlo. Y eso es totalmente independiente de la experiencia real del autor. Depende exclusivamente de la potencia, de la verosimilitud, de la singularidad del propio texto. Podemos transmitir a los alumnos este valor autónomo y el poder expansivo de la literatura. 

La literatura en el aula, en mi opinión, debe estar directamente relacionada con el entretenimiento, con la alegría, con la búsqueda de la felicidad. El policial, las comedias, las tragedias, las historias humorísticas o de ciencia ficción, deben acercarse al alumno no como un medicamento sino como una aventura. Incluso clásicos de difícil acceso para el alumno pueden ser transmitidos por medio de técnicas que generen interés. Debe haber un espacio en el aula, sin contradicción con el rigor, sin contradicción con la adquisición de conocimientos socialmente imprescindibles, sin contradicción con el ineludible esfuerzo, para pasarla bien. La literatura debe contribuir a ese espacio para pasarla bien. 

En este momento de mi reflexión debemos entrar en el espinoso tema de qué recomendar a los alumnos para leer. Hay una gran cantidad de textos de autores argentinos para iniciar o acompañar la lectura de los alumnos de primario y secundario. 

A principios de los años 90, mi amigo y colega Pablo De Santis inauguró la colección La Movida, que fue precursora en el terreno de la literatura juvenil argentina. Tuve el privilegio de participar de esa iniciativa con mi novela Un crimen secundario, que incluía páginas de historieta, como todas las de la colección. Al día de hoy, sigue siendo mi novela más vendida. Lleva más de 40 ediciones y ha recorrido el país de punta a punta, a lo largo de estos ya más de treinta años. En esa novela se incluye como héroe y figura a José de San Martín, una personalidad que me provoca desde siempre una profunda admiración y lo considero uno de los padres fundadores de lo mejor de nuestra nación. Con ese espíritu, con ese ánimo, emprendí la escritura de la obra con la idea de acompañar a mis lectores, que serían alumnos, en la lucha contra el que había sido el peor de mis enemigos en el secundario, mi mago Frestón, mi mal fechicero: el aburrimiento. 

Compuse un policial clásico, donde los profesores eran los ladrones y los alumnos los detectives. No había homicidios, pero sí villanos, que no eran los profesores, sino un alumno malvado. Del mismo modo que Asterix había sido mi salvoconducto para acercarme a Julio César y la Historia Universal, yo procuraba dos operaciones en una misma ficción: que San Martín hiciera más interesante mi policial, y que mi policial refrescara el acercamiento de los alumnos a San Martín. Tanto San Martín como la novela policial habían sido importantes para mi acceso al conocimiento y la construcción del sentido de mi vida, desde muy temprano. 

Un elemento fundamental del acercamiento a la lectura es que el entretenimiento debe ser un valor a considerar. No una rémora, no una distracción, no un inconveniente. El entretenimiento es un activo, una invitación, un estímulo. No se contrapone con la inteligencia: la estimula, la motiva. Acompaña el conocimiento, si sabemos compatibilizarlos. El humor, la alegría, la diversión, deben jugar un rol en el contacto entre los alumnos y la lectura. Hay muchas herramientas para que los alumnos se puedan hacer una idea del tiempo en el que viven, y aspiro a que la transmisión de esta perspectiva esté rigurosamente en el marco del respeto por la libertad y la subjetividad de cada alumno; pero el evento literario tiene como principal función despertar la curiosidad, la energía, la vocación, más que marcarle una composición de lugar. Los alumnos no necesitan que la literatura les informe dónde viven, sí que los ayude a imaginar, a acercarse a lo más trascendente de la condición humana, a su misterio, a lo que se transmite casi involuntariamente de generación en generación, a lo desconocido del origen y el destino de nuestra especie. Y reitero: el humor, la alegría, el suspenso, la sorpresa, la diversión, deben jugar un rol, sin miedo, en ese intercambio entre los demás y consigo mismos, la experiencia de la lectura. 

He mencionado sin nombrar el enorme caudal de obras de autores argentinos para acercar a nuestros alumnos. Me he mencionado a mí mismo, un tema al que confieso que no soy reacio. Pero permítanme citar un par de obras ejemplares de autores de otras nacionalidades, para no quedar necesariamente mal con alguno de mis muchos colegas. El barón rampante, de Ítalo Calvino, me parece una de las obras ejemplares de literatura juvenil. El cuerpo, de Stephen King. El cazador oculto, de Salinger. Son tres obras, muy distintas entre sí, que incorporan especialmente al lector juvenil sin descartar al lector adulto. Una buena medida de intuición para promover la lectura con un libro es hacerlo convencido: que le guste también al docente. ¿Podemos disfrutar de la lectura con los alumnos?

En mis innumerables visitas a los colegios, invariablemente llega el momento en que cuentos mis historias. Es el capítulo que más me complace de la visita. Contar mi cuento y observar la atención de los alumnos, en vilo hasta que les comparto el final, generalmente sorpresivo. ¿Podemos replicar, como docentes, esa ceremonia? ¿Podemos compartir una novela por entregas, como un folletín, despertar su expectativa, su anhelo por saber qué ocurrirá, su convicción de que en ese momento la escuela se convirtió en un lugar para pasarla bien, para buscar simplemente la felicidad, esquiva, breve y fugitiva como es? Yo no rechazaría esa posibilidad. No digo que sea fácil. No digo siquiera que sea posible. Pero estoy convencido de que hay que intentarlo. Mientras yo concurrí al colegio, para el cual en la mayoría de los casos solo tengo elogios, no se intentó. No estoy diciendo que haya habido algo que me entorpeció particularmente el camino, para nada: solo agrego que faltó la idea de sentido, y que con el paso del tiempo llegué a considerar que la idea del sentido es tan importante como el mismo conocimiento. La idea de que estamos en el colegio también para pasarla bien, para divertirnos, para procurar alegría y felicidad. Y que dentro de los límites de la vida en sociedad, que es muy distinta de la intimidad de cada cual, la literatura puede jugar un rol fundamental en esa búsqueda. 

Sobre la lectura en el aula

Creo que las posibilidades de incitación a la lectura en el aula no son ilimitadas. Es necesario encontrar un equilibrio entre lo que el alumno está dispuesto a leer y el intento de invitarlo a más. También se presenta el asunto de que no toda lectura es para compartir en el aula. Los temas procaces no son para compartir en el aula. En la adolescencia, hay literatura para leer en la bohardilla y otra para compartir. El aula es un espacio público y obligatorio. La bohardilla corresponde a la intimidad de cada persona, a aquello que precisamente no debe o no quiere compartir. Una vez aclarado este punto, podemos meditar sobre cómo generar un acceso de mayor calidad de los adolescentes a la lectura. 

En primer lugar, es el simple acceso a la lectura, ya de por sí dificultoso. Yo me inclinaría por tratar de encontrar el material que, dentro de los límites reseñados, permita al alumno conectarse con la experiencia lectora en sí, aún cuando el docente no lo considere el mejor material en cuanto a calidad. Esto en parte parece contradecir mi anterior sugerencia de compartir un texto que entusiasme al propio docente. Pero son sugerencias complementarias. En buena medida dependen de la intuición del docente sobre las características y procesos de su alumnado, y de cada alumno en particular. 

La experiencia de la lectura de un libro, independientemente de su calidad, dentro del rango de la ficción razonable, representa un ejercicio para formar una pulsión lectora. La construcción de un público lector escolar demanda tiempo y esfuerzo, dentro de la sintonía del disfrutar de la lectura. Es un esfuerzo generacional para arribar a un alumnado capaz, en un futuro, de afrontar todo tipo de lecturas, incluyendo los clásicos accesibles a los adolescentes. No todos lo son. Hoy parece una utopía, pero dentro de cincuenta años, si arrancamos ya mismo, con una intención propicia, puede ser una realidad. Los niños que hoy tienen 6 años, tendrán mi edad cuando certifiquen los resultados de este afán. 

La peste de las pantallas de los celulares, el peligro de la Inteligencia Artificial, pero muy especialmente los desmanes que provocan el aburrimiento y la falta de sentido, pueden ser en parte aventados por una exitosa promoción de la lectura, que incluye la singularidad, la individualidad, el valor de la imaginación, el mérito de la diversión. 

He publicado más de veinte libros de literatura infantil y juvenil, en la mayor parte de las editoriales de Argentina y Latinoamérica, también de Brasil, de Italia y de lugares tan remotos como Japón. He publicado un set de cuatro libros para bebés en editorial Planeta. 

Durante 35 años he visitado ininterrumpidamente colegios y dialogados con mis lectores. ¿Cuál fue mi acercamiento a ese lector, aparentemente reacio, que es el lector escolar?

Creo haber buscado el entretenimiento y la autenticidad. El entretenimiento es un efecto que puede lograrse en parte por medio del oficio. La claridad, la sorpresa, la insolencia, el desafío, el conflicto, las pistas, las sospechas, la resolución inesperada, convocan al entretenimiento. Mientras que la autenticidad, la voz singular de un autor que acompaña al lector, que le propone un punto de vista sobre la existencia que no había ponderado antes de leerlo, ese activo depende casi exclusivamente del talento, y ningún escritor está seguro de poder conquistarlo. Por eso, hay que apostar inicialmente por el entretenimiento. Si un autor es entretenido pero no logra la autenticidad, el lector podrá perdonarlo luego de una semana. Pero si además de aburrido es inauténtico, será una maldición bíblica. Uno de mis autores favoritos, William Somerset Maugham, escribe al principio de uno de sus libros de reminiscencias autobiográficas, The Suming Up, traducido como Recapitulación: 

«Veo como muy natural que el mundo de las letras no me haya prestado mayor atención. En el libreto teatral, siempre me he sentido cómodo dentro de los moldes tradicionales. Y como escritor de ficción, vuelvo atrás, a través de innumerables generaciones, al contador de cuentos junto al fuego de la caverna que abrigaba a los hombres del Neolítico». Por mi parte, debo confesar que mi punto de vista no solo no es muy distinto del del Maugham sino que, desde que lo leí por primera vez, quise acercarme al lector como éste maestro lo hacía. Es uno de los maestros que tienen la suerte de no saber que yo soy su alumno. 

Maugham intentó, en la mayor parte de su obra, ser entretenido. De hecho, deliberadamente advertía que se daba por satisfecho con que sus obras acompañaran al lector durante una semana, y no más. No pretendía instalarse en la memoria de las generaciones, ni siquiera en la del lector de su día. No siempre consiguió el efecto que predicaba. Algunos de sus textos me han resultado farragosos. Pero sí compuso suficiente cantidad de textos entretenidos como para ser uno de los autores más leídos del mundo a lo largo de décadas. Todavía hoy se adaptan sus obras al cine. Estoy diciendo, sin deliberación, que ha perdurado. Su autenticidad es tan evidente, su relación con la verdad de la condición humana es tan transparente, que el tiempo no ha tenido más remedio que hacerle un lugar, por mucho que él reclamara, quizás tramposamente, pertenecer no más que al instante de un buen momento. Yo no recomendaría la obra de Maugham para ser leído en los colegios, bajo ningún concepto, casi ninguno de sus libros. Pero sí recomendaría a los autores de literatura juvenil el modo de acercamiento a la literatura que propone Maugham; y el acercamiento, a través de la literatura, del autor al lector. Garantizarle una semana de entretenimiento, de emoción, de humor o de suspenso, sin renunciar a nuestra propia voz, sin impostar, sin intentar imitar el habla del momento o la moda convocante. Sin cambiar las vocales según la conveniencia. 

Podemos reinterpretar las historias con nuestro idioma común, el que aprendimos en el colegio público, el castellano de los hijos del pueblo, los que nos criamos juntos, en el patio donde se reunían a jugar los hijos de los barrenderos con los de los empresarios, los hijos de los funcionarios con los pequeños comerciantes, los hijos de los obreros con los hijos de los artistas. Todos hablábamos el mismo idioma, con nuestras distintas perspectivas, nuestros distintos puntos de vista. Había una ortografía que nos hacía parte de un mismo pueblo, de una misma nación, de una misma cultura, con los matices y variedades. Interpretar ese idioma para entretener y transformar a nuestros alumnos en lectores conscientes y autónomos es un desafío pendiente. 

Cuando emprendí la escritura de mi novela El alma al diablo, que se publicó por primera vez en Colombia en 1994 y fue material de texto en los colegios de varios países durante décadas, me acompañaron dos motivaciones. Una relacionada con la pura inspiración y sin propósito ni explicación: narrar la historia de un muchacho judío, del barrio de Once, a punto de hacer su Bar Mitzvá, enfrentado con una situación ambigua entre el Bien y el Mal, plagado de dudas y de pulsiones. La otra era calculada: debía construir una trama clásica, con un nudo de suspenso, un desarrollo con situaciones atractivas, frases subrayables e historias paralelas, y un final sorprendente. Un libro que trataba de un tema nunca antes tratado en la literatura juvenil argentina se convirtió, durante décadas, en materia de estudio en los colegios. También fue en parte el borrador del guión de la película El abrazo partido, que co escribí junto a su director, Daniel Burman. Cuando estábamos a punto de estrenarla, muchos hombres de buena voluntad me preguntaban a qué público podría interesarle una historia de judíos argentinos del barrio de Once. Cuando la película ganó el Oso de Plata en Berlín y fue seleccionada por la Academia de Cine argentino para representar a nuestro país en los Oscar, viví la inmensa satisfacción de reconciliarme con mi apuesta por el entretenimiento y mi propia voz. No eran incompatibles. No había que renunciar a la singularidad ni a la búsqueda de la masividad.  

La vida del autor, como la del docente, como la del alumno, no es, como le dijo el gran señor Mexica Cauthemoc a un allegado, mientras padecían los tormentos aplicados por Hernán Cortés para que revelaran el escondite del oro, un lecho de rosas. ¿Acaso estoy yo en un baño o deleite?, se quejó Cauthemoc, a su allegado, que le reclamaba el permiso para rendirse y confesar. La historia mexicana consigna que fue un dramaturgo de esa nación quien convirtió la frase original de Cauthemoc en la más conocida del lecho de rosas. A mí me la transmitió mi profesor de Historia del Mariano Moreno, Herman, y no la olvidé hasta el día de hoy. 

En cualquier caso, la vida de un autor, de un docente, de un alumno, no es un lecho de rosas. La vida, el mundo, el comercio, cambian con tanta frecuencia y de tal modo que debemos adaptarnos, resistir, reinventarnos, modificarnos en algunos aspectos totalmente, recuperar antiguos recursos en otros. El éxito nunca está garantizado. A diferencia de Maugham, pocos autores mantienen la vigencia de sus propios aciertos. Volver a empezar es casi un mandato. La naturaleza no es sabia. La vida no es una panacea. En una de las tantas entradas y salidas de Charly García de algún centro de internación por motivo de sus adicciones, le preguntaron a Mercedes Sosa por qué uno de nuestros mayores músicos tenía tantas dificultades auto infligidas. Mercedes Sosa respondió con una frase sabia como su canto: 

—Sabe lo que pasa, hijo: vivir es muy difícil. 

No partamos de la base de que la vida es en sí misma 

armónica, la naturaleza sabia, y un poder omnímodo la arruina. La vida en sí misma, en cualquier sistema, es difícil. La mayoría de nosotros no nacemos preparados para vivir. No es que estemos haciendo algo mal de entrada: vivir es muy difícil. El colegio, en mi opinión, debe intentar ser un antídoto contra ese malestar. La literatura es una de sus herramientas. 

Para concluir, permítanme despedirme con dos cuentos. 

El talón de Aquiles

Aquiles fue el más elogiado entre los héroes griegos que pelearon en la guerra de Troya. Era hijo de Tetis y Peleo.

Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos. Su madre, Tetis, una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.

Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres. A poco de nacer, su madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo humano invencible.

Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco. Por tanto Aquiles era todo invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras, podían ocasionarle el menor daño.

Pero como los dioses participaban de esta guerra jugando con los humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que por raptar a la griega Helena originó esta sangrienta guerra— disparó una flecha envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles.

Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me preguntaba: ¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable?

¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede hacer daño? Es sólo una pregunta.

¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto parecido con Aquiles?

Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las flechas nos hieren. Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón.

Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, basante lejos de la ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario.

Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una manera muy fea de las orejas.

Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea.

Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón quedó tirado en el piso, pero sin llorar.

—Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a volver a pegar.

Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él.

Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta, lo comparé con Aquiles y pensé: «Los seres humanos somos al revés que Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible. Ese talón es nuestra voluntad».

La vuelta

La Odisea es el relato de cómo Ulises regresó de Troya a su patria, Ítaca.

Se vio forzado a engañar a un cíclope gigante, a huir de una terrible y semidivina mujer que devoró a varios de sus marinos, a desoír el canto dulce y mortal de las sirenas, a esquivar a los monstruos de la tierra y a las furias del mar. Y ni siquiera en Ítaca estuvo, al llegar, tranquilo: varios hombres deseaban a su esposa, la fiel Penélope, y sus riquezas.

Pero la aventura de su retorno es una de las más grandes jamás contadas. Dice el gran poeta griego Kavafis: cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca, ruega que el camino sea largo.

Porque sólo cuando el camino es largo y arduo, la aventura es memorable.

La Odisea es un relato larguísimo, en cantidad y en aventuras.

Pero mis recuerdos son breves y variados.

En mi familia siempre se hablaba de cierta vez que me perdí en la playa juntando vasitos.

Caminé sin mirar a los costados, y en cuanto alcé los ojos estaba en un sitio que no conocía.

Las sombrillas eran de otro color, había canchas de tenis junto al mar y las personas hablaban en otro idima. No sabía en qué playa estaba, ni cómo se llamaba aquella en la que me aguardaban mis padres. Estaba perdido.

Finalmente, por una serie de casualidades milagrosas, una hésped del hotel donde nos alojábamos me reconoció y me llevó de regreso con mis padres; desesperados, ya habían dado aviso a la policía.

Esa noche me enteré de dos cosas: había caminado una buena cantidad de kilómetros y me habían llegado a buscar en helicóptero.

Cuando se narraba el incidente, y mis hermanos se burlaban de mí, yo me defendía:

—Bueno, después de todo —decía—, hablaban otro idioma y había canchas de tenis: no me perdí, descubrí otro continente.

—No descubriste nada —decía mi abuelo—. Te perdiste.

—¿Y cuál es la diferencia entre encontrar un lugar nuevo y perderse? —le pregunté desafiante.

—Saber cómo volver —dijo con tristeza mi abuelo.

Epílogo

Quise compartir estos dos relatos porque conforman parte de lo que yo más valoro de mi literatura juvenil. Retomar, por ejemplo, en este caso, los clásicos griegos, y aportarles lo que les falta a la Ilíada y a la Odisea original: los valores que las democracias liberales han sabido destilar de los 10 Mandamientos. 

Mi padre leía a Somerset Maugham. Mi padre era bastante gordo; pero cuando estaba leyendo, había que arrancarlo del libro para que viniera a comer. Alguna vez le pregunté qué era lo que tanto lo atrapaba de Maugham, y me respondió: «Es un gran observador de la condición humana». No fue hasta varios años después de que me lo comentara, cuando mi padre falleció, que finalmente atravesé el prejuicio por el cual los hijos no comparten las lecturas de sus padres, me inmiscuí en su biblioteca, y me llevé La luna y seis peniques, la vida de Gauguin ficcionalizada por Maugham, en un viaje en tren, solo, a Mar del Plata. 

Cuando leí la frase: «Era un misterio que compartía con el universo el mérito de no tener respuesta», me convencí de que no solo había encontrado a uno de mis autores favoritos sino de que la literatura podía seguir formulando esa pregunta, acompañando a la especie humana en su sombrío pasaje, hasta cualquiera fuera su destino. Cuando emprendas el viaje hacia Itaka, ruega que el camino sea largo, y rico en aventuras. Y no dejes de contar buenas historias, también porque sí. 

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